Artículo Volumen 11, n.º 1, 2023

Los enemigos íntimos de la seguridad en Iberoamérica

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Roberto Lagos Flores

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RESUMEN

Este trabajo desarrolla algunas hipótesis respecto de factores sociales y políticos que inciden en la presencia sostenida de la delincuencia y el crimen en Iberoamérica, reflexionando sobre sus particularidades, contexto e implicancias para los gobiernos y para la gobernanza en seguridad pública. Se describen estos factores como supuestos de investigación, ya que influyen en la escasa capacidad de contener o de reducir la inseguridad, la violencia y la criminalidad. Estos factores inciden y tensionan a los países, erosionan los sistemas políticos democráticos, debilitando el imperio de la ley y el estado de derecho. De manera figurativa se conciben como enemigos íntimos de la seguridad, necesarios de identificar y estudiar, bajo la premisa de que el enemigo está frente a nosotros sin que lo notemos y, por ende, examinarlos puede contribuir en proveer soluciones de mediano y largo plazo para revertir esta crisis regional de inseguridad y de Chile en particular.

ABSTRACT

This work develops some hypotheses regarding social and political factors that affect the sustained presence of delinquency and crime in Ibero-America, reflecting on its particularities, context, and implications for governments and for governance in public security. These factors are described as research assumptions since they influence the limited capacity to contain or reduce insecurity, violence, and crime. They have an impact and stress countries, erode democratic political systems, weakening the rule of law and what is defined as «Estado de derecho». In a figurative way, they are conceived as intimate enemies of security, necessary to identify and study, under the premise that “the enemy is in front of us without us noticing it” and, therefore, examining them can contribute to providing medium and long-term solutions. deadline to reverse this regional crisis of insecurity and of Chile in particular.

CONTEXTO CONTEMPORÁNEO

Latinoamérica es la zona del mundo más azotada por la violencia y el crimen1. La criminalidad –en sus diversas formas y manifestaciones– sigue creciendo y muy sostenidamente en los últimos años. De hecho, la década entre 2010 y 2020 fue una de las épocas más violentas en esta región (Cano y Rojido, 2017; Coimbra y Briones, 2019); es más, Nicaragua, Venezuela, México, Honduras, Chile y Colombia, entre otros países, han visto aumentar sus niveles de incivilidad, delitos y crimen violento, influyendo en el alto nivel de inseguridad de la población (Glenny, 2008; Instituto de Economía y Paz, 2021; Luz, 2014; Troncoso, 2016). Además, 39 de las cincuenta ciudades más violentas del mundo se encuentran en América Latina y el Caribe (CCSP y JPAC, 2022).

El índice de Terrorismo Global de 2021 muestra que los tres países con mayor terrorismo en Iberoamérica son: Colombia –posición 14ª en el mundo (puntaje de 7.068)–, Chile –lugar 18ª (puntaje de 6,496)2– y Perú –posición 36ª (puntaje de 4,471)–. En efecto, de 163 países analizados a nivel global, estos tres están en los primeros lugares de la Región, pues han visto recrudecer ataques terroristas en sus territorios, han contado víctimas fatales producto de atentados de grupos extremistas, compartiendo puestos con países caracterizados por el caos, el desgobierno y la insurgencia, como Siria, Burquina Faso o Chad (Instituto de Economía y Paz, 2022). En tanto, Colombia, México, Honduras y Paraguay son los países con los mayores índices de crimen organizado de la Región, debido a que poseen mercados y actores criminales activos y numerosos y poca resiliencia de sus instituciones para hacerles frente (Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, 2021).

Adicionalmente, imperan en varios países de la región decretos de Estados de Excepción Constitucional, dispuestos por sus gobernantes, mediante los cuales se permite a las Fuerzas Armadas participar en labores de orden público, control del delito y combate contra el crimen organizado, evidenciando la poca capacidad de gestión que poseen los gobiernos y sus débiles recursos e instrumentos en materia de seguridad y orden público, por ejemplo, las fuerzas policiales, los sistemas de justicia y carcelarios. Perú ha recurrido a los militares para contener sus fronteras en torno al crimen organizado transnacional y Ecuador ha debido apelar a las Fuerzas Armadas para, primero, apaciguar (si esto fuera posible) la violencia en recintos penales y luego para cubrir amplias zonas del país producto de una escalada de violencia letal. El caso de El Salvador es paradigmático, pues en marzo de 2022 su presidente recurrió a un estado de excepción que restringió libertades de circulación y de asociación y ejecutó redadas y encarcelamientos masivos para dar un golpe a las maras y pandillas que llevaron a un crecimiento inigualable de los homicidios luego de una tregua entre la Mara Salvatrucha y la Mara Barrio 18; debido a ello los militares fueron llamados a intervenir. En Chile, durante el último año, han existido decretos de estado de excepción por delincuencia, crimen organizado e inmigración irregular originado en un nivel de conmoción pública e inseguridad que llevó al gobierno en 2021 y 2022 a incorporar a los militares (ejército y armada), primero en la Macrozona Sur (producto de la presencia de asociaciones ilícitas insurgentes) y luego en la Macrozona Norte (debido a la crisis fronteriza y la inmigración clandestina)3. Estos ejemplos reflejan las limitadas capacidades institucionales de las policías para la criminalidad y las alteraciones al orden público, pero también develan las crisis de otras entidades que forman parte del entramado de la seguridad pública, como los sistemas de inteligencia, el accionar de las agencias de migraciones o extranjería, aduanas, fiscalía y otros, mermados en su accionar y sin las habilidades necesarias para enfrentar amenazas crecientes, transfronterizas, tecnologizadas y globales.

Cabe recordar que países como Ecuador, Chile, Colombia, Guatemala y Perú vivieron olas de protestas y de violencia callejera que movilizaron a miles de personas, pero que también generaron niveles de violencia y de desorden social inusitados (Poduje, 2020), desencadenando cambios gubernamentales, desplazando gabinetes enteros, dilapidando la aprobación de presidentes, originando cambios normativos e incluso constitucionales4, provocando reformas profundas a las policías (Colombia y Chile), pero también gatillaron revisiones de las actuaciones de los gobiernos en materia de derechos fundamentales, una nueva comprensión de la protesta social y una renovada preocupación por las víctimas de la violencia.

Complementaria a la preocupación por el desorden público y la incivilidad, que inciden en la percepción de inseguridad en cada uno de los países, los efectos de las mafias y de los grupos del crimen organizado que traspasan las fronteras y deterioran la vida cotidiana de las personas también juegan roles preponderantes en las sociedades actuales. Se ha comprobado la extensión del crimen organizado en torno al narcotráfico: por una parte, en la Triple Frontera Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala), con altas dosis de violencia urbana, sicariato, extorsión y un dinámico mercado de la droga (Glenny, 2008; Andrade, 2015); en la Triple Frontera Suratlántica (Argentina, Paraguay y Brasil) un fecundo terreno para el contrabando de marihuana y la influencia de poderosos cárteles de la droga que crecen en estos países5, evidenciando la extensión de las megabandas y lo permeables de las fronteras ante la presión transnacional de estas entidades. De igual manera, está al alza lo permeable de la Triple Frontera Cono Surpacífico (Chile, Perú y Bolivia), con un alza en el desarrollo de actividades ilícitas como el tráfico de personas, tráfico de armas y contrabando de bienes (Rocabado, 2012; Troncoso, 2016). Esto ha sido detectado por los cuerpos policiales y militares de los tres países, pero sin una actuación en concordia para revertir el proceso6. Nada hace prever que este fenómeno pueda ser combatido ni reducido significativamente en el corto plazo.

Sobre la base de este diagnóstico general, la literatura y los hechos han demostrado que es posible identificar algunos factores estructurales que mantienen y agravan los problemas de violencia y de inseguridad en la región. Estos factores generan efectos y secuelas que repercuten en el debilitamiento de la fuerza pública, en los sistemas de justicia, en el deterioro del imperio de la ley (rule of law) y el respeto irrestricto al estado de derecho (transparencia, participación, igualdad ante la ley, separación de poderes). A continuación se describe brevemente la problemática securitaria actual iberoamericana y luego, en el siguiente capítulo, se detallan y analizan estos factores. Esto se realiza a partir de una revisión documental y bibliográfica, de carácter comparado, provista por entidades públicas, informes policiales, reportes de gobierno, como también sobre la base de datos y estadísticas oficiales, publicaciones y notas de investigación y diversos testimonios. Esto permite lograr una aproximación a esta realidad para evaluar su magnitud, sus características y factores determinantes, a partir de los conceptos definitorios considerados anteriormente.

PROBLEMÁTICA SECURITARIA ACTUAL

Como se fundamentó en las líneas anteriores, el panorama en el continente es angustiante, de alarma, las personas sienten miedo, desconfían de las instituciones, en especial de las policías y la justicia, viven en su día a día sometidos a la preocupación constante de la delincuencia y muchos otros mueren ante un robo con fuerza, ante un asalto en sus hogares, otros en manos de sicarios, de crímenes por encargo; hay quienes sufren amenazas, hostigamiento, usurpaciones, atentados de parte de grupos radicales violentos; hay muertes debido a la violencia letal entre bandas delictivas, ajusticiamiento, pero también fruto del descontrol y el desbande de la violencia callejera (las denominadas balas locas). Hay quienes sobreviven sometidos por la coacción de bandas locales, la extorsión, e incluso de los apremios ilegítimos de las fuerzas de seguridad o de paramilitares que debiendo dar orden y protección cruzan los límites y vulneran el estado de derecho, en fin… En muchos países diversos agentes ejercen violencia de diverso tipo, física y simbólica, abuso de poder, evidenciando un escenario que resulta frustrante, incluso pesimista: el panorama de miedo y de muerte puede ser uno de los fenómenos más difíciles de revertir o al menos de aminorar en esta región debido a múltiples factores tanto estructurales (desigualdad, marginalidad, corrupción estatal, exclusión) como coyunturales (depresión económica, emergencia de grupos radicales violentos, evolución del mercado de la droga).

Detrás de los efectos visibles por las personas, en términos de alto temor al delito, criminalidad en las principales ciudades, presencia de bandas y mafias de crimen organizado, incremento de la violencia y sensación de impunidad, existen procesos y fenómenos de carácter global, pero de presencia local que impactan e influyen en los altos niveles de criminalidad del continente. En otras palabras, en las capas más subterráneas de las sociedades iberoamericanas existe una serie de fenómenos propios de las sociedades modernas que están erosionando a las instituciones encargadas de dar seguridad y a su vez debilitando las estructuras que sostenían, soportaban o protegían a las personas en materia de prevención y contención del delito. Estos fenómenos están siendo sometidos a presiones políticas (por la creciente politización de la agenda de seguridad pública), a confusiones teóricas e ideológicas, a falsificaciones e indefiniciones (doctrinas y variantes de mano dura o mano blanda frente al crimen, populismo penal, progresismo securitario, ingeniería social, buenismo social, etc.), que debilitan a los gobiernos y los hacen inactivos frente a esta demanda y que perjudican a las entidades encargadas de la justicia y de la política criminal afectando a las sociedades en su conjunto. De esta forma, no pueden contener la criminalidad y carecen de herramientas para combatirla con responsabilidad, pluralismo, sentido común, prudencia, con base en el saber científico y en la experiencia, usando las facultades del estado de derecho para imponer la ley y los controles formales e informales necesarios, provocando una severa crisis regional de seguridad. La seguridad, en suma, tiene enemigos íntimos poderosos que actúan a veces sin que se noten sus influencias y, por tanto, no se toman medidas para hacerles frente. Dicho de otra forma, no se puede solucionar un problema que no se comprende.

La seguridad, como problema público (o issue en sentido politológico) y como campo social (en sentido sociológico), está en permanente tensión, debilitada, sometida a presiones mediante la interconexión de estos fenómenos de larga data, propio de las sociedades posmodernas. Los países están limitados para ejercer una adecuada gobernanza sobre los asuntos delictivos y criminales, lo que se agudiza en Iberoamérica dada su tradición histórica, libertad reciente, altos niveles de pobreza, desigualdad. Con ciclos democráticos débiles, largos períodos autoritarios y con movimientos revolucionarios recurrentes, golpes de Estado y derrocamiento de regímenes, irrupciones populistas vía electoral y la toma del poder por parte de camarillas y facciones que han conducido a la conformación de estados-naciones débiles, sistemas políticos defectuosos, el establecimiento de leyes laxas e irrespetadas y gobernantes corruptos que someten a sus países preocupados del bienestar de los suyos más no del bien común. Mejías (2015) ha establecido una correlación clara entre países donde el imperio de la ley es débil y los altos índices de violencia, como por ejemplo ocurre en Centroamérica o Venezuela.

LOS ENEMIGOS ÍNTIMOS DE LA SEGURIDAD

Los enemigos íntimos de la seguridad son fenómenos comunes a los países iberoamericanos, propios de su modo de ser o idiosincrasia y de su conformación como sociedad, que, por un lado, facilitan o amplían la violencia y el crimen (factores disfuncionales a la seguridad) y, por otro lado, impiden o limitan el trabajo de las instituciones encargadas de frenar la violencia y el crimen (factores funcionales a la criminalidad). A continuación, se desarrollan solo algunos, a modo de hipótesis de investigación, necesarios de profundizar y de desarrollar en otro espacio, con el fin de construir una teoría robusta y más general, pero que deben ser abordados bajo la tesis admisible de que inciden de manera directa y evidente en el clima de inseguridad severo que atraviesan muchos países. Los elementos son: 1) la individualización de la sociedad, 2) el deterioro de la capacidad del Estado para intervenir, 3) las áreas grises del orden y la seguridad, y 4) la creciente tolerancia de la violencia. Cabe señalar que estos factores no son ni los únicos ni tal vez los más importantes, probablemente existan otros elementos más incidentes que expliquen el delito moderno en la región como las condiciones socioeconómicas y políticas (la alta migración o pobreza de la población) o las deficientes políticas públicas en seguridad (habrá otros espacios donde extenderse en aquello), lo importante es identificar y comprender la presencia y la interconexión que estos cuatro factores, ya que la individualización y el deterioro estatal interactúan directamente y posibilitan el desarrollo de áreas grises, se nutren y crecen en conjunto, afectados a su vez por la creciente tolerancia a la violencia que es de larga data, adquiriendo cada día mayor notoriedad y fundamento.

a) Hipótesis de la individualización

El individuo lo es todo, es el principio y el fin. En el contexto de modernidad (Wagner, 1997) el individuo se situó en el primer lugar como objeto social, como sujeto de interés; logró desplazar rápidamente a la comunidad, se puso al frente –opacando– al lazo social cálido y cercano, próximo y compartido y se erigió como punta de lanza en el mundo artificial contemporáneo repleto de lazos sociales fríos y lejanos; despojó de relevancia al mundo compartido, como fue conocido durante principios del siglo veinte; el individuo y junto con él sus necesidades, demandas, expectativas, temores, representaciones, mentalidades, deseos, se convirtieron en la prioridad exclusiva y excluyente; el mundo completo, al mismo tiempo que perdió sus utopías, terminó girando en favor del individuo como motor del progreso y todo se volcó en torno a él. Luego, en condiciones de posmodernidad (Lipovetsky, 1986; 2007) el individualismo siguió primando solo que con nuevas características globales como el nihilismo, la despreocupación, el narcisismo; el individuo siguió ahondando su rol principal en tiempos en que lo líquido superó a lo sólido (Bauman, 2005). Espectáculo, imagen, superficialidad, interconexión virtual, se han impuesto para cerrar el círculo de la revolución individualista instalada profundamente en las mentalidades, en las tradiciones y en la organización de la actual sociedad. Ya no hay vuelta atrás. La posmodernidad y el individuo son uno y la misma cosa.

La llegada de las sociedades democráticas de masas, en medio de la época hipermoderna, como ha indicado Lipovetsky (2007), ha hecho muy difícil mantener un Estado fuerte, eficiente, legítimo, probo, coercitivo frente a prácticas ilegales. Adicionalmente, la globalización –tanto por sus beneficios como por sus daños colaterales, como el crimen global– profundizó la debilidad institucional estatal, la permea y la corroe creando áreas grises de debilidad y de inexistencia de la soberanía estatal, multiplicando la presencia de actores al margen (como las mafias criminales). La globalización y, por cierto, el individualismo acelerado, erosionan y debilitan al Estado, pendiéndole un poderoso freno a las posibilidades de lograr cohesión social, de retomar los lazos comunitarios, de lograr entendimiento, armonía social, sumiendo a los individuos en procesos casi irreversibles de decadencia moral y descomposición social, puesto que el orden institucional es socavado desde dentro (Fukuyama, 2000; Bauman, 2002). Los narcotraficantes y los poderosos líderes paramilitares, las pandillas juveniles y los dirigentes de grupos insurgentes crean una cultura y un clima social propio en las zonas que controlan, ejercen su dominio superando las límites nacionales y reproducen su poder como vencedores de la sociedad individualista, hábiles, astutos, capaces, millonarios, dominantes en los mercados más variados y capaces de capturar voluntades, operando dentro de la industria del crimen con altos grados de impunidad, pero también –en algunos casos– con apoyo popular (por ejemplo Sendero Luminoso en Perú o las FARC y el ELN en Colombia). El estilo de vida criminal se ha impuesto también como una opción para niños, adolescentes, jóvenes y adultos jóvenes, parte medular del principio individualista actual, como un efecto imitación7.

Los individuos están inmersos en la sociedad de consumo y son obligados a representar una pluralidad de roles, a ajustarse a normas e incentivos apremiantes lo que los obliga a adaptarse o perecer: hay nuevas prácticas defensivas y elusivas frente a la criminalidad, las personas cambian sus rutinas y movimientos, generan nuevas formas de pensar su vida diaria ante la exposición al delito y la inseguridad en sus barrios y trayectos, hay desórdenes depresivos y conductuales, mayor gasto público y privado en protección. La emergencia de la violencia y la criminalidad, de la incivilidad y de la coerción en el espacio público son una presión constante para las personas y para los grupos sociales: según la encuesta Latinobarómetro (2021), la violencia es uno de los problemas más graves de la región y los países donde las personas perciben más violencia en las calles son Argentina (58%), Uruguay (56%) y Chile (56%).

El individuo es hecho responsable de su propia seguridad (así lo han indicado las políticas públicas hace más de veinte años bajo el rótulo: la seguridad es tarea de todos). Este eslogan tuvo no solo un problema conceptual, también práctico: el Estado se ha desligado de su responsabilidad y la ha traslado al individuo. Es más, si el Estado ha fracaso en su labor esencial de brindar seguridad ha facilitado que otros actores emerjan y se hagan cargo, por eso la opinión pública, los debates académicos y los especialistas aún se preguntan: ¿quién es el responsable de la seguridad en la sociedad posmoderna?, ¿quién rinde cuentas ante el pueblo? Con injustas razones los individuos han tomado ese testimonio y se han hecho responsables de no sufrir violencia ni victimización. Los condominios aislados, las aplicaciones de pánico en el celular, el encierro, las cámaras y drones de vigilancia, las casas convertidas en autoprisiones, la compra de armas, son manifestaciones de esta urgencia por la seguridad individualizada. La sociedad se convirtió en un grupo de átomos de individuos, sin cuerpo colectivo y sin bien común. El individuo en el mundo posmoderno es un individuo en shock, un individuo preso de un sistema social al que debe hacer frente sin tener las herramientas y capacidades para ello, por tanto, muchas veces es superado por sus propias circunstancias. La violencia y la criminalidad –que están presentes en el mundo desde siempre– amplían las efímeras condiciones humanas por la vía de la inseguridad constante, agravada por condiciones nuevas: violencia juvenil, narcotráfico, marginación, nuevas armas, ciberamenazas a la vida cotidiana.

Individualismo y violencia son la doble cara de un mismo síntoma. Es un enemigo de la seguridad porque es la regresión de la comunidad, de la solidaridad y de la sociedad de la confianza: el individuo aislado ya no trabaja por el bien común, más bien lo único que lo motiva es su bienestar personal, inmediato, hedonista, mezquino, sin mayor esfuerzo, apenas alguna que otra manifestación espuria de convivencia, pasajera y fugaz. Desfavorablemente este proceso de individualización se ha acelerado. Es una diferenciación creciente que motiva y obliga a que cada sujeto se haga cargo de sí mismo, autocontrolando su propia vida en medio de la presión securitaria. Los individuos crean sus modos de vida sitiados por el delito, ya sea bajo la presión de la experiencia directa de la victimización o por el simple miedo al delito. Ahora bien, este aceleramiento se palpa en lo siguiente: la sensación de inseguridad que fue motor de investigaciones y de políticas públicas ha dado paso a la sensación de desprotección: no hay Estado ni soportes que ayuden porque, primero, hay un individuo retraído y hedonista y, segundo, hay un Estado débil.

En suma, los individuos en diversos puntos del continente viven bajo presión, se protegen y se defienden, pero también asumen niveles de riesgo crecientes: entregan apoyo a las Fuerzas Armadas para que ayuden a las policías, ponen dinero para que las juntas de vigilancia privada posean armas, firman para que candidatos al gobierno lideren una guerra contra la delincuencia, apoyan medidas drásticas y extremas contra el crimen. Con todo esto, profundizan el deterioro estatal, que no puede desplegar un modelo de gobernanza centrado en el estado de derecho, invirtiendo en desarrollo social y controlando la corrupción.

b) Hipótesis del deterioro estatal

Está ampliamente acreditado a nivel mundial (Gambetta, 2007; Glenny, 2008; De la Corte y Giménez-Salinas, 2010) que una de las hipótesis más contundentes es la que sostiene que el crimen y la delincuencia en alta magnitud es el resultado del fracaso del Estado-nación en su territorio, propiciando –mediante su deterioro o ausencia– sociedades anómicas y descontroladas, permitiendo que individuos y colectivos actúen fuera de la ley tomando el lugar abandonado por el Estado. De esta manera, el menoscabo progresivo y constante del Estado se refleja en que deja de cumplir las funciones elementales de vigilar y castigar, es decir, controlar, sancionar, prevenir, aplicar justicia, brindar protección a sus ciudadanos. No cumple ni garantiza un derecho humano fundamental, consagrado en las orientaciones de Naciones Unidas: el derecho a la seguridad; en efecto, la seguridad es un derecho esencial, indelegable e irrenunciable del Estado8. Incluso Mejías ha planteado que, en el caso iberoamericano, dado los niveles de violencia y corrupción extrema no existiría tanta ausencia del Estado, sino más bien complicidad con actores criminales: “no se trata de suponer que en la medida en que no hay Estado el crimen organizado pueda adquirir ese poder, pues no hay quien lo limite, sino que en realidad si tiene poder es porque el Estado lo protege” (Mejías, 2015, p. 82).

Esta tesis de que el Estado se ha vuelto incapaz, mediante su inacción o prescindencia, incluso acicateado por los poderes fácticos del mundo criminal, sostiene que el desarrollo del crimen y el delito que impacta en las sociedades americanas y caribeñas se da en un contexto de licuación del aparato estatal, mediante su fragilidad e insuficiencia. Organizaciones y bandas criminales, carteles de drogas, las narcoguerrillas, pandillas juveniles y maras que han traído caos y desangramiento en toda la región son actores que controlan amplios territorios, imponen su voluntad en las comunidades donde se instalan y están en confrontación permanente con las instituciones republicanas. Estos agentes se apropian de espacios que el Estado ha dejado a su merced y entran con sus economías paralelas, con sus elementos simbólicos y físicos para capturar voluntades y apoyos, despliegan sus fuerzas y responden a las policías y a las leyes con más poder y violencia y cuando no lo logran corrompen y socavan al poder estatal. Estas organizaciones, pequeñas y grandes bandas, han desplegado recursos para crecer y rentabilizar aún más sus negocios o lograr mayores beneficios a costa del orden político instituido.

No se debe olvidar que, siguiendo toda esa fructífera tradición del contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau, Rawls, entre otros ilustres), los estados son la única forma que tienen las sociedades para organizar y apaciguar a los grupos humanos y evitar que se aniquilen mutuamente. Los principales teóricos del contrato social reconocen la paz y la seguridad como el piso mínimo de la convivencia y es donde los individuos pueden vivir en armonía. El Estado o República es la única entidad dotada de legitimidad para cerrar el cerco de la violencia brutal y asesina en un contexto de civilización, superando al estado de naturaleza; en otras palabras, solo con esta institución se puede lograr que las relaciones entre los individuos dejen de ser por la fuerza y se ordenen por medio del derecho, las normas y los contrales formales e informales. En suma, el entendimiento entre los humanos se logra solamente en el Estado que permite la seguridad.

Colombia, Brasil, Bolivia, El Salvador, Guatemala y México poseen características sociales, geográficas y climáticas que han favorecido la aparición de organizaciones relacionadas con el crimen organizado y al negocio trasnacional de la droga y son ejemplos de un contexto donde el Estado no ha logrado organizar ni pacificar a los grupos humanos en vastos espacios de sus territorios. Sus estados no han logrado imponer la ley ni el control en amplias zonas (Oyarvide, 2011; Carreón, 2012; Rocabado, 2012). Las fronteras, que son de suyo permeables, en algunos puntos son tierra de nadie, más bien tierra fértil para organizaciones que lucran con el contrabando, la trata de personas y el comercio de drogas. Paraguay y Brasil, Bolivia y Chile, Venezuela y Colombia tienen en sus lindes compartidos actores criminales que compiten por mercados como la inmigración irregular, la explotación sexual, la esclavitud, el comercio de bienes robados (Troncoso, 2016). Pero también dentro de estos países hay grupos urbanos y conurbanos, sectores de población, donde el delito común y corriente convive con el delito cada vez más organizado, que se ha instalado sin mayor resistencia de parte de la fuerza pública y de parte de los mismos ciudadanos que han caído en sus redes, padecen miedo y sufren la violencia.

Haití, acaso el país más corrupto y pobre de América, tiene en la actualidad una ardua disputa en su territorio de mafias criminales enfrentadas entre sí que quieren controlar el poder político y económico luego del asesinato de su presidente en 20219. Territorios completos de México no poseen control ni libertad, pues están al arbitrio de los cárteles de la droga y de políticos corruptos. Nicaragua se ha convertido en un gobierno autoritario que suprime libertades y encarcela a los oponentes. Venezuela tiene un estrecho círculo gobernante de carácter autoritario que ha hecho caer a su país en la miseria y en la violencia, y que, si bien controla la mayoría de las instituciones democráticas, reduce la transparencia e independencia del Estado y obligó a la mayor diáspora en décadas de sus conciudadanos.

c) Hipótesis de las áreas grises de la seguridad

Al amparo de los factores de la individualización posmoderna y el consiguiente deterioro de la capacidad estatal emerge otro eficaz enemigo: las áreas grises, o sea, materias (conceptos, normas) o zonas (espacio físico, ambiente) que no son ni completamente seguras ni completamente inseguras, debido a que es muy difícil definir fronteras nítidas entre el campo de lo público y de lo privado. Es un espacio de indefinición, que fue o quiso ser promotor de seguridad, pero termina siendo, probablemente, contraproducente.

Colombia es un claro ejemplo, su historia reciente muestra el surgimiento de actores no estatales que venían a fortalecen la seguridad, pero que prontamente se transformaron en disfuncionales y, por tanto, en reproductores de la violencia. En efecto, el caso paradigmático fue el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), surgido para dar seguridad, pero que devino en grupo violento, se formaron para defenderse de vigorosos grupos criminales, pero luego derivaron en uno más (García, 2016). Esto también ha ocurrido en otros países. Por otra parte, los guardias privados o las organizaciones vecinales de vigilancia son manifestaciones de las áreas grises: dan seguridad y ayudan localmente, pero también pueden dar inseguridad, erosionando y debilitando la seguridad pública al momento de corromperse, de actuar al margen de la ley, de entregar un servicio desigual e injusto. En todo el continente hay grupos de seguridad privados, desde mercenarios hasta empresas tecnológicas de ciberseguridad, que crecen y se transforman en un problema complejo. En algunos lugares estas entidades operan masivamente y según datos disponibles ha crecido la violencia (homicidios, mercado ilegal de armas, extorsión). Además, hay una pluralidad de proveedores de seguridad en el continente que superan la cantidad de miembros de la policía, algunos tienen ramificaciones que apoyan a grupos delictivos, no son del todo bien fiscalizados y supervisados por el Estado. De acuerdo con Salas Oroño: “En todo el continente hay aproximadamente 2,4 millones de personas empleadas en las más de 16.000 empresas militares y de seguridad privada; en algunos países superan 4 a 1 (Brasil, México y Colombia) al número de policías” (Salas Oroño, 2021, párr. 10). Clientes con mayor poder económico pueden comprar estas prestaciones marginando y empobreciendo a otros sectores de la población, siendo que este servicio debería ser suministrado por el Estado10. En suma, es un enemigo íntimo porque no se lo ve completamente claro, pero actúa en las sombras de la legalidad.

En México actualmente hay bandas criminales que por un lado reciben el apoyo de las comunidades locales porque han traído orden y respeto (fuera de la acción estatal), pero que paralelamente sufren violencia, coerción, hostigamiento y los obligan a trabajos forzados (Ramírez-de-Garay y Román, 2017). En el sector agrícola de El Aguaje, Michoacán, hay grupos organizados que provocan incendios para eliminar el trabajo de campesinos, agricultores y comunidades locales y obtener esos territorios para sus mercados de la droga; talan árboles históricos, obligan al desplazamiento forzado de zonas rurales y disputan esos sectores con los militares mexicanos en verdaderas operaciones de limpieza social. Huertos y campos son incendiados por miembros de los cárteles de la droga que luchan con cárteles rivales para conseguir más tierras, y donde la fuerza pública está ausente. Esta área gris ha contado con apoyo de la comunidad local puesto que sin existir la presencia de Estado los grupos criminales dan las reglas, los castigos y las recompensas, incluso tienen mayor apoyo que policías o el ejército; un campesino de la zona declara: “[…] el pueblo se sentía más seguro con el cártel de Jalisco […] no nos gustan, pero nos gusta menos el Gobierno” (The New York Times, 30 de mayo de 2022). La literatura también denomina gobernanza criminal a este fenómeno en el que actores violentos no estatales crean reglas, imponen normas, impuestos y servicios, creando una autoridad distinta al monopolio tradicional del Estado. Estas áreas son espacio de gobernanza híbrida en que otros actores desafían la gobernanza estatal por un largo período, hay control de mercados ilícitos como las drogas, pero también impera un recio control social. En suma, estas áreas grises serán entidades vacuas como las juntas vecinales de vigilancia o fuertes y permanentes como los ronderos11 o las empresas de seguridad. Incluso algunas de ellas están vinculadas con entidades sociales tradicionales o comunitarias, que tienen como objetivo principal dar seguridad, pero que luego pueden escalar a la búsqueda de poder, de lucro, transformarse y perder su meta original y caer en manos de la corrupción; es más, pasan a convertirse en un enemigo más de la seguridad.

d) Hipótesis de la tolerancia a la violencia

La historia latinoamericana es fértil en proveer a los países de líderes y dirigentes perniciosos y corruptos, que empiezan avivando la violencia contra sus oponentes, tolerando la división en la vida política y social, excluyendo a los que piensan distinto y terminan cometiendo acciones filo delictuales o propiamente criminales (como el caso Odebrecht con expresidentes tras las rejas)12.

Este hecho muchas veces es pasado por alto a la hora de estudiar las democracias del continente, pero aún más cuando se estudian los problemas de inseguridad y criminalidad. En efecto, se examinan extensamente las variables sociales, en donde la literatura abunda, pero escasamente se examinan las variables netamente políticas como los liderazgos políticos, partidos y movimientos y sus actitudes cívicas, o grado de compromiso con los valores democráticos. Un valor esencial de la democracia es el rechazo a toda forma de violencia. Levitsky y Ziblatt (2018) han señalado que los países deben abordar este problema pasado por alto por los estudiosos de la materia: revertir la tolerancia a la violencia en la sociedad, en gobernantes y en gobernados. Hay gobernantes, y seguidores de estos, que simpatizan, romantizan y justifican acciones violentas en determinados contextos políticos y sociales, bajo la justificación de que es una reacción a otra violencia (estructural o sistémica13). Hipótesis cuestionable pero que ha sido enarbolada por teóricos de amplio rango y que puede ser abordada en una investigación aparte; no obstante, un ejercicio comparado puede entregar mayores luces: la revolución sandinista y el régimen venezolano bajo el domino de Nicolás Maduro muestran a una elite que ha fomentado la tensión, la división e incluso ha permitido el desbande de la criminalidad y promovido nuevas formas de crimen organizado. En Nicaragua los grupos de represión se multiplicaron desde 2020 en adelante y existen desapariciones y asesinatos no registrados por la policía. Las fuerzas paramilitares sandinistas, que actúan al margen de la ley pero con apoyo político de los gobernantes, reprimen y persiguen a opositores. Son fuerzas de seguridad estatales que bajo la excusa de la seguridad socavan las instituciones democráticas y fomentan la violencia. El régimen Ortega-Murillo ha aplicado acciones de represión a oponentes y a quienes consideren sus enemigos (incluyendo obispos, defensores de derechos humanos y líderes sociales), dejando un saldo cuantioso de fallecidos, heridos, de presos políticos y miles de nicaragüenses desplazados forzosamente a otros países, en el marco de una política de represión gubernamental calificada como “el uso desproporcionado y letal de la fuerza estatal como principal mecanismo de gobierno” (Monte y Gómez, 2020, p. 2). Por otro lado, según Gabaldón en Venezuela el régimen de Maduro ha permitido espacios para que otros actores impongan sus reglas paraestatales fragmentando a las instituciones encargadas: “La expansión de la violencia privada o privatizada por el mismo Estado, cuando permite grupos armados […] podría generar, al final, una escalada de la violencia del Estado cuando se procura restringir lo que en un primer momento se dejó expandir” (Gabaldón, 2016, p. 648).

Ahora bien, en varios países esta tolerancia a la violencia ha logrado radicarse en la población. En Chile, según la Encuesta de Espacio Público e Ipsos (2020) los consultados indicaron que “es válido que la ciudadanía haga barricadas para expresar sus demandas”, afirmación que cuenta con un 49% de apoyo de la población (no obstante, sube al 70% el apoyo en jóvenes entre 18 y 29 años), además, el 48% de los encuestados respaldó la afirmación: “Todo proceso de cambio requiere algún grado de violencia” (apoyo que sube a 66% en mismo segmento joven). También, según esta misma encuesta, hay grados de apoyo a la quema de infraestructura pública, como el Metro o edificios, y a los saqueos, ello con el propósito de llamar la atención de las autoridades. Para una buena parte de la población durante los últimos años las acciones de protesta callejera y en el espacio público ha dejado una estela de inseguridad y de violencia difícil de superar. Un año más tarde, también según Espacio Público e Ipsos (2022), el 76% de los encuestados reconoció que los chilenos viven en una sociedad violenta. Según Latinobarómetro (2021) en diez países de la región el 50% (o más) de la población está de acuerdo con las protestas, y específicamente Paraguay (84%), Chile (71%) y Perú (65%) son los países donde hay una mayor disposición a protestar. Esto muestra que, si bien sigue siendo importante la participación electoral, mediante el voto, también se acepta salir a las calles a protestar, sobre la base de un extendido desencanto con la política y una necesidad urgente de solución a los problemas públicos.

Para Levitsky y Ziblatt la violencia es la antesala del quiebre de las democracias. La violencia, que es amparada por líderes políticos, incluso electos democráticamente, logra –casi sin ser percibida– suprimir proyectos alternativos y vaciar gradualmente a los países de sus condiciones democráticas convirtiéndolas en seudorregímenes democráticos que perpetúan a una clase política en el poder, seduciendo y dominando a sus gobernados, controlando voces críticas. De acuerdo con los autores, las democracias están permanentemente sometidas a este factor, lo que debería ser revertido –antes de caer en el autoritarismo– mediante un esfuerzo completo de la sociedad, empezando por la educación cívica, por aceptar las reglas del juego y no cambiarlas en favor de la clase dominante o minoría circunstancial. En 2020 el expresidente Evo Morales fue imputado por la Fiscalía de Bolivia por terrorismo y por financiamiento del terrorismo. En 2020 en Ecuador fue condenado el expresidente Rafael Correa a ocho años de prisión por corrupción por un caso de soborno ocurrido entre 2012 y 2016. Producto de la crisis institucional, Perú ha tenido seis presidentes en cinco años. Francisco Flores, expresidente de El Salvador (entre 1999 y 2004) fue enjuiciado por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito. «Lula» Da Silva, en Brasil, fue condenado a más de nueve años de prisión por corrupción y lavado de dinero. En Guatemala, en junio de 2022, su ahora expresidente Otto Pérez fue acusado por la Fiscalía de ser uno de los líderes de una organización criminal conocida como La Línea, implicada en el cobro de sobornos a empresarios. En Honduras, en 2022, el expresidente de ese país, Juan Orlando Hernández, fue extraditado a Estados Unidos acusado por narcotráfico y tráfico de armas de fuego. Estos son tan solo algunos ejemplos de la fértil provisión de líderes y dirigentes actuando al margen o más allá de la ley14. Hay gobiernos que le dan combustible, perdiendo todo pudor, al motor de las organizaciones criminales.

Frenar la tolerancia o el aliento de la violencia de parte de los ciudadanos es una tarea de largo alcance, pero limitar la permisividad de los gobernantes es quizás imposible. Acaso sea cuestión de sabiduría, de fortaleza moral, de criterio o de sentido común para las personas que ocupan puestos de responsabilidad, pero también es tarea de la ley, del sistema de justicia y de la oposición política que debiese actuar con valor y unidad nacional. No se debe olvidar la combinación de individualismo más debilidad estatal y tolerancia a la violencia para visualizar un laberinto del cual es difícil de salir. Los países iberoamericanos resaltan por una dirigencia política que, mostrándose como paladines de los más necesitados, practican abuso de poder, revanchismo, persiguen a opositores y se convierten en facilitadores de la violencia. Las elites que se disputan el poder usan la violencia soterrada o visible para mantenerse en sus posiciones de privilegio. ¿Cómo revertir esta tendencia que ya es endémica? Las respuestas se hacen insuficientes dada la magnitud del problema.

CONSIDERACIONES

Los enemigos íntimos de la seguridad son adversarios vigorosos, pero analizados en conjunto pueden ser imbatibles. Un Estado débil, deslegitimado y sin autoridad para imponer la ley, concede extensas áreas grises, donde no hay responsables ni gobernabilidad, donde todo queda en manos de individuos que intentan sortear la presión por la seguridad y lo hacen con sus propias herramientas y saberes, desarrollando capacidades individuales para enfrentar este desafío actual, sin ayuda ni de gobiernos ni de dirigentes, que forman parte de la crisis de violencia, incapaces de respetar los derechos fundamentales y las libertades más básicas, y que por lo mismo no respetan ni hacen cumplir la ley de su país. Las perspectivas son pesimistas: la violencia se ahonda, la subcultura delictual crece y la muerte criminal continua con más fuerza.

Los países deben dar justa importancia al imperio de la ley para contener la criminalidad, revirtiendo la descomposición policial o trabajando para reducir los altos niveles de violencia que se producen en un contexto de extrema corrupción en los niveles más altos de los gobiernos, frenando con inteligencia y anticipación a los capos de la droga, actuando en conjunto con el resto de los países, en el marco de una seguridad regional transnacional, incorporando tecnología y capacitación en nuevas amenazas y crimen global en cada funcionario público que forma parte del sistema de seguridad pública. El gran desafío no se trata solo de que se cumpla la ley también implica empoderar a los gobiernos nacionales y locales para derribar las fuerzas de la corrupción enquistadas en las instituciones. Implica, aunque resulte obvio, educar a la población en principios y valores democráticos y republicanos, en una cultura de paz y de convivencia.

Chile tiene una deuda pendiente en estos cuatro factores elementales. Tal como lo afirma la Fiscalía Nacional en su informe 2021: “Se observa como tendencia el notorio aumento de la capacidad de producción de drogas en suelo chileno, y como amenaza, el involucramiento en este proceso, de poderosas organizaciones criminales extranjeras” (Ministerio Público de Chile, 2021, p. 23). Por mucho tiempo existió una sensación ambiente de que el país se acercaba a los países desarrollados europeos, básicamente por sus indicadores socioeconómicos; sin embargo, en materia de conflictividad, crimen e inseguridad Chile es mucho más parecido a sus vecinos. Actualmente, la tasa de homicidios es similar a la de países de Centroamérica, como también se ha incrementado notablemente la incautación de drogas y crecido el delito de secuestros15.

Esta similitud con los países del barrio es algo evidente debido a factores culturales y geográficos, pero lo más importante, se explica por la débil estructura estatal (sin recursos, ni flexibilidad, ni tecnificación, ni capital humano competente, ni abordaje gubernamental como primera prioridad país) y también por una sociedad que forma parte de la dinámica individualista de los países más globalizados del orbe, que acrecienta sus espacios grises en materia de seguridad mediante el aumento de la seguridad privada, una reducción de las capacidades de sus fuerzas de orden, la emergencia de grupos guerrilleros separatistas, la debilidad del imperio de la ley en el territorio, la escasa capacidad de anticipación de las instituciones frente a las amenazas y a los riesgos del crimen trasnacional y el terrorismo, y la acentuada crisis migratoria. Aún más, durante los últimos años la obsecuencia con la violencia de parte de las elites ha ido al alza y por ello ha sido difícil imponer sanciones, aplicar la ley y derrotar la sensación de impunidad que existe en la población.

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  1. Según el Índice de Paz Global, norte, centro y sur América son las regiones más violentas del planeta y, por ende, las menos pacíficas, estando por sobre África subsahariana o Asia Pacífico (Instituto de Economía y Paz, 2021).
  2. Este informe registra en Chile 831 ataques y 11 muertes por terrorismo en la última década. Señala que en 2021 el número de ataques terroristas creció a 362, de los cuales la mitad fue adjudicada por grupos extremistas del sur del país.
  3. Un nuevo decreto de Estado de Excepción Constitucional de Emergencia se puso en vigencia en mayo de 2022 para la Macrozona Sur (Diario Oficial, 17 de mayo de 2022).
  4. Chile convocó a una Convención Constitucional (julio 2021-julio 2022).
  5. De hecho, en ambas triples fronteras del Cono Sur está presente el Primer Comando Capital (PCC), mafia originaria de Brasil, agrupación que si bien surgió de las prisiones se transformó en una de las organizaciones criminales más grandes y poderosas de todo el continente americano (Sampó y Ferreira, 2020).
  6. En 2020 y 2021, pese a la pandemia por coronavirus, progresó el mercado criminal de la inmigración irregular promovida por bandas, probablemente en conexión con El Tren de Aragua, actor internacional de crimen organizado conocido en Sudamérica por liderar la trata de personas y las extorsiones, corrompiendo –en los territorios donde opera– a las fuerzas policiales y a funcionarios públicos (territorio boliviano), y vulnerando espacios y zonas, que quedan en sus manos.
  7. Esto ocurre de manera preferente en hombres jóvenes, quienes son atraídos a la subcultura de la violencia criminal, propia de pandillas, de grupos de tráfico de drogas y del aprendizaje criminal transnacional visto y vivido en redes sociales, aprendida en su vida cotidiana y difundida en las inmediatas interconexiones reales y virtuales.
  8. De hecho, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sostiene: “la seguridad se ve amenazada cuando el Estado no cumple con su función de brindar protección ante el crimen y la violencia social, lo cual interrumpe la relación básica entre gobernantes y gobernados” (CIDH, 2009).
  9. En la madrugada del miércoles 7 de julio de 2021, el presidente de Haití, Jovenel Moïse, fue asesinado en su residencia particular luego de que un grupo de mercenarios armados le disparara 12 tiros con armas de alto calibre. Actualmente, las bandas delincuenciales intentan controlar zonas del país, fruto de este vacío de poder, logrando como consecuencia un aumento en los asesinatos, hurtos y secuestros.
  10. Hay decenas de compañías de seguridad trasnacionales y cientos de empresas en el continente que trabajan para los gobiernos y para altos ejecutivos y empresas. Las crisis de Haití, Afganistán o Irak son ejemplos de su labor. Para algunos son un peligro para la democracia, pero para otros son un apoyo invaluable pues llegan donde las policías y los ejércitos nacionales no son capaces de imponer su fuerza.
  11. Las Rondas Campesinas, originarias de Cajamarca, Perú, pero extendidas a otras zonas del país, surgieron como una experiencia de lucha contra Sendero Luminoso en los años ochenta y noventa del siglo veinte. Resistencia que se transformó en una nueva concepción de justicia comunitaria que está presente en la actualidad (Acuña, 2019), la que de todas maneras se puede concebir como una justicia al margen o en los márgenes del Estado.
  12. El caso Odebrecht, de corrupción política al más alto nivel, involucró sobornos, extorsiones y fraudes, con participación acreditada de empresarios y políticos de Brasil, Perú, Venezuela, Argentina, Ecuador, Guatemala y México, entre otros: “es posible confirmar que en algunos casos las alianzas políticas como las conformadas desde Brasil con Perú y Venezuela fueron bastante productivas para la constructora. En última instancia, la constructora Odebrecht supo leer las oportunidades en procesos electorales, como el del presidente Maduro de Venezuela o el expresidente Kuczynski de Perú” (Yuhui, 2021, p. 258). Maduro habría recibido 35 millones de dólares de parte de esta empresa para las elecciones de 2013.
  13. Para mayor ahondamiento sobre la tesis de violencia estructural está la conocida postura de Böhm (2015).
  14. Si bien no se debe desconocer que la persecución política es un arma usada por la clase política del continente (usada por unos contra otros de variado signo político), los procesos contra estos líderes han sido llevados a cabo por poderes independientes, sobre la base de sentencias judiciales y muchas veces con apoyo de organismos internacionales.
  15. Según el Boletín Anual del Ministerio Público: en 2015 hubo 1.693 homicidios, en 2017 registró 1.776 y en 2021 creció a 2.427; en tanto, por delito de infracción a la ley de drogas: hubo 23.827 casos en 2015, luego 25.414 en 2017 y aumentó en 2021 a 56.107. Además, según datos de Aupol de Carabineros, la cantidad de casos de secuestros a nivel país es de 173 entre enero y mayo de 2022. La mayor cantidad de secuestros ocurrió en la región Metropolitana, después Valparaíso, Biobío y en cuarto lugar Antofagasta. La mayor parte correspondería, preliminarmente, a la narcoextorsión entre bandas rivales.