Artículo Volumen 6, Nº 2, 2018

Movimientos sociales: herramientas conceptuales

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Luis Carlos Castro Riaño

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RESUMEN

La protesta social es un mecanismo de participación política fundamental para la defensa de los derechos naturales que, pese a su regularización, no deja de ser habitual en el orden mundial contemporáneo. Indagando por las certidumbres sobre el tema, este artículo procura una aproximación general al campo epistemológico de su expresión más insigne: los movimientos sociales y a la amplia tradición académica que los explica, con el fin de condensar y suministrar, a quien se interese en su estudio, las herramientas conceptuales para su análisis. Con ese objetivo se traza, en orden cronológico, desde las últimas décadas del siglo XIX hasta el presente, la trayectoria de estos fenómenos, al igual que el devenir de las lógicas teoréticas que han determinado sus connotaciones, tomando los aportes que provienen tanto de la escuela estadounidense y la europea como de las academias latinoamericanas.

ABSTRACT

Social protest as a political participation mechanism is paramount for the natural rights advocacy, which despite of its regulation; it remains widely spread within the contemporary world order. Exploring through the certainties of the subject, this study underpins a general approach to the epistemological field at its most outstanding expression: social movements and the extensive academic tradition that outlines them, with the aim of summarizing and providing conceptual tools for it analysis, to whom its study may interest. With this aim, we can trace back the path of these phenomena, in chronological order, from the last decades of the 19th century to the present, as well as the evolution of the theoretical issues, which have stablished the connotations of these very phenomena, adopting contributions from the American and European schools as well as Latin American ones.

“El uso de los conceptos desprendido de su significación teórico-explicativa, no tendría mayor significación, si no fuera por el hecho de que éstos condicionan fuertemente a la conciencia cognoscitiva”

Hugo Zemelman (2009, p. 181)

INTRODUCCIÓN

La protesta social, y todos los procesos de movilización que ella implica, representa un canal ad hoc para garantizar el bienestar de la sociedad en todas sus dimensiones, que suele ser recurrente y en ocasiones llega a adquirir la envergadura de movimiento. En el último lustro tan solo en Latinoamérica se ha materializado en múltiples ocasiones. Por ejemplo: en México, en Ayotzinapa, se movilizaron miles de personas para reclamar al Estado por la desaparición de 43 estudiantes; marchas por la paz en Colombia; manifestaciones contra las explotaciones mineras en Perú; luchas por el acceso a la tierra en Paraguay; movilizaciones populares en Venezuela y Argentina; marchas en Brasil contra la condena política del expresidente y candidato presidencial Inácio “Lula” da Silva; mapuches en la Patagonia reclamando el respeto y la restitución de sus territorios; estudiantes de Chile demandando educación pública, gratuita y de calidad, pugnas contra la privatización del agua también en este país; movimientos de mujeres reclamando su derecho al aborto y gritando “Ni una menos” a propósito de la violencia de género; intensas movilizaciones y protestas contra el sistema de pensiones en Nicaragua, etc.

Cada uno de estos casos responde, desde luego, a diferentes causas y a las particularidades de cada contexto social en el que tiene lugar. Sin embargo, el fenómeno es peculiar a todos e incluso interpelado, tanto en círculos académicos como en la doxa, como si se tratase de un ser único, homogéneo, y verdaderamente existente, cuando, siguiendo los postulados de las ciencias sociales, respecto de sus estudios, es viable plantear dudas sobre la posibilidad de hallar alguno en la realidad empírica observable, siendo el término una categoría teorética creada para el análisis de fenómenos de masas que presentan características endémicas a las latitudes en las que fue propuesto. Frente a esta situación, pero también debido a su latencia actual y a su rol histórico en el ordenamiento y funcionamiento de la sociedad, se hace prudente preguntar cuáles son las certezas que se han establecido sobre el evento en sí mismo, es decir: ¿qué son en sí los movimientos sociales?, ¿por qué se precipitan?, ¿quién o quiénes los materializan?, ¿cómo se desarrollan?, ¿cuáles son sus componentes? y, entre otras cosas, ¿cuáles son sus principales rasgos?

Procurando resolver estas cuestiones este artículo sigue, en trayectoria histórica, los presupuestos más insignes de la tradición académica, teórico/empírica, de la movilización social, tomando herramientas conceptuales acuñadas tanto por la escuela estadounidense y la europea como por los investigadores/as latinoamericanos. El mismo se divide en tres apartados: en el primero realizo un recorrido epistemológico, deteniéndome en las connotaciones del fenómeno, en las perspectivas, y en las categorías analíticas que se han elaborado para su estudio en los países centrales1. En el segundo indico cómo se lo ha abordado en América Latina, señalo los elementos que han concentrado la atención de sus estudiosos/as y presento los aportes más destacados. En el último apartado, a manera de conclusiones, propongo una definición ecléctica de lo que se puede entender por movimiento social; agrupo en dimensiones lo que asumo por procedimientos de la movilización; e interpelo algunas rutas sobre las que se ha avanzado en algunos países pero que aún no constituyen líneas de investigación definidas, en lo que concierne a la explicación de las lógicas de los movimientos sociales en nuestra región.

El texto presentado, en suma, busca proveer de forma sencilla y diáfana las perspectivas, los enfoques y las categorías que conceptualizan y explican los fenómenos de movilización masiva, a quienes recién se inician en el estudio de este campo de conocimiento, pero también a aquellos(as) que solamente tengan curiosidad por el tema.

1. PERSPECTIVAS HEGEMÓNICAS

La protesta social es un fenómeno que se remonta a las primeras civilizaciones y representa uno de los motores de la historia de la humanidad. El paradigma que ha aportado las categorías más influyentes para su análisis y praxis2 es el marxista. Sus primeros autores, Marx y Engels –en el contexto de las insurrecciones y revoluciones europeas del siglo XIX– distinguían a los grupos sociales como “clases”, analizaban las contradicciones internas de las relaciones de producción que las vinculaban y sostenían, entre otros aspectos, que los conflictos que observaban eran producto de los antagonismos históricos entre ellas. La “lucha de clases”, noción y lógica que implementaron para explicarlos y para distinguir a los dos sectores en disputa –la burguesía y el proletariado–, perduró durante décadas junto al desarrollo e influencia de dos tendencias de pensamiento configuradas a principios del siglo XX: por un lado el enfoque de la “sicología de las masas” propuesto por Gustave Le Bon, Gabriel Tarde y, posteriormente, por Sigmun Freud, que se detenía en aspectos de la personalidad y atribuía los levantamientos populares a la irracionalidad emocional y a su contagio, en momentos de masificación (Rubio, 2004). Por otra parte, el enfoque “estructural-funcionalista” de Talcott Parsons y Robert Merton, que consideraba las tensiones de la estructura social y las distinguía en dos tipos de efectos: el “normal”, propio de las lógicas institucionales de los grupos de presión y oposición; y el “anormal”, propio del conductismo colectivo espontáneo (Collective behaviorism), originado en la ruptura del orden y asociado, en esta óptica, a los motines, a las revueltas y a las turbas. Estas lecturas, en pocas palabras, aducían que las multitudes eran manipuladas por minorías de agitadores y se manifestaban, “en forma irracional y violenta”, bajo su sugestión (Melucci, 1999, p. 27).

Entre la década de 1950 y principios de los sesentas el sociólogo y economista Neil Smelser sistematizó la perspectiva del “comportamiento colectivo” combinando estas dos lógicas, y sostuvo que, con todo y ello, las insurrecciones se proponían restablecer el orden social (Retamozo, 2010). Sus ideas se implementaron para explicar conductas colectivas que iban desde el pánico a las revoluciones. Esto hasta que se precipitó un hecho que se convirtió en un hito y en un credo obligado para quienes se han interesado en comprender los movimientos sociales contemporáneos: la intensificación de las protestas sociales de finales de la década de 1960 –como las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, la primavera de Praga o el mayo francés– y principios de los setentas –como el auge de las movilizaciones estudiantiles, feministas, pacifistas y ecologistas–, en Europa y Estados Unidos, evidenciaron una diversidad de actores, modelos organizativos, y novedosos performances de intervención social que, no expresando la unidad de sus adeptos propiamente en la idea de la “lucha obrera” ni en las formas instituidas que la articulaban tradicionalmente (los partidos y sindicatos), exteriorizaron otras aristas del fenómeno, entre ellas su racionalidad.

La emergencia de estas novedosas expresiones y demandas aceleró la elaboración de nuevos enfoques teórico-empíricos en los dos contextos. En adelante este campo de conocimiento se nutrió de los análisis de dos escuelas de investigación que, contrariamente a los aportes anteriores, hicieron énfasis excesivo en el arreglo afines e instrumentalidad de la movilización, y paradójicamente solo se complementaron entrada la década de 1980.

La heterogeneidad de identidades manifiestas y la pluralidad de significados y formas de acción llevaron a los estudiosos a apelar al uso del término movimientos sociales pero a la vez dificultaron la elaboración de una definición unívoca de estos y de su naturaleza. Así cada uno de los ponentes expresaba lo que observaba en sus investigaciones: los europeos sostuvieron que se trataba de un conjunto cambiante de “debates, tensiones y desgarramientos” entre distintos actores (Touraine, 1997); de un “actor colectivo” que interviene en un proceso de cambio social (Laraña, 1999); de “sistemas de acción” que elaboran y difunden mensajes, símbolos y significados en torno a conflictos específicos (Melucci, 1999). Los estadounidenses, por su parte, los definieron como contiendas políticas (Tilly y Wood, 2010), e indicaron que al igual que las revoluciones adoptan su forma dependiendo del contexto sociopolítico nacional (McAdam, McCarthy y Zald, 1999). Unos y otros señalaron un aspecto en común: en su base es perceptible la “acción colectiva” de los individuos implicados, aunque esta no concluye necesariamente en un movimiento social.

El acto irreductible que subyace en todos los movimientos sociales y revoluciones es la acción colectiva contenciosa (escribe Sidney Tarrow). La acción colectiva adopta muchas formas: puede ser breve o mantenida, institucionalizada o subversiva, monótona o dramática. En su mayor parte se produce en el marco de las instituciones por parte de grupos constituidos que actúan en nombre de objetivos que difícilmente harían levantar una ceja a nadie. Se convierte en contenciosa cuando es utilizada por gente que carece de acceso regular a las instituciones, que actúa en nombre de reivindicaciones nuevas o no aceptadas y que se conduce de un modo que constituye una amenaza fundamental para otros o las autoridades (Tarrow, 2004, p. 24).

1.1 Postura estadounidense

Los investigadores de la escuela norteamericana recusaron el estructural-funcionalismo, se concentraron en la organización y se propusieron examinar por qué la gente se movilizaba. Allí, en un principio prevaleció la perspectiva economicista de la Teoría de la Elección Racional (TER) y posteriormente la Teoría de la Movilización de Recursos (TMR); el énfasis analítico inicialmente fue político, luego organizativo y más tarde cultural.

En lo que concierne a la TER, en la década de 1970 Mancur Olson afirmó que la “lógica de la acción colectiva” obedecía fundamentalmente al “cálculo racional” de sus costos, a los beneficios de la acción y a la “producción de incentivos públicos” para los integrantes de la organización, hayan participado o no de los esfuerzos colectivos. Este postulado, conocido como el “recorte economicista”, tomó distancia de los enunciados de la sicología de masas y prevaleció por algunos años, sosteniendo que, para superar el problema de la participación, los actores producían incentivos individuales que representaban premios o castigos, según la situación, pero perdió su firmeza cuando objetó, y se evidenció, que una parte de la población participaba en movilizaciones colectivas aun cuando no les eran útiles en términos racionales (Olson, 1992; Revilla, 1997).

La TMR, por otra parte, intentó superar ese impasse fijando la atención primordialmente en las acciones orientadas a cambiar las condiciones sociales y sumó, al análisis de la racionalidad de los actores, el análisis de sus estrategias y de la instrumentalidad de sus acciones. Se distinguen dos enfoques de esta tendencia. El primero se conoce como las Estructuras de Oportunidades Políticas (EOP) y se refiere a las dimensiones consecuentes, “aunque no necesariamente formales o permanentes del ámbito político”, favorables para hacer reclamos sociales –por ejemplo, el acceso institucional, el conflicto entre las elites, la viabilidad de alianzas o la disminución de la capacidad represiva del Estado– (Tarrow, 1999; 2004). De este encuadre a su vez se destacan dos categorías; la de “repertorios de acción”, que hace referencia a las formas de actuar colectivamente y a las transformaciones que sufren esas formas en el tiempo (Tilly, 2000; Tilly y Wood, 2010); y la de “ciclos de protesta”, que refiere a las fases de intensificación de los conflictos y las acciones colectivas en el sistema social (Tarrow, 2004).

El segundo enfoque responde a la noción de estrategias de movilización, entendidas como las acciones adelantadas por los agentes de la misma para sumar simpatizantes y consolidar la unidad, y centra su interés en las organizaciones de movimientos sociales (OMS) que componen sus bases, así como en su “micromovilización”, entendida como los procesos de atribución de sentido articulados con repertorios de acción para justificar el movimiento. Los presupuestos de esta lógica además plantean la existencia de una “industria de movimientos sociales” (IMS) y un conjunto de IMS considerado como un “Sector de Movimientos Sociales” (SMS), en un contexto competitivo donde OMS, IMS y SMS deben disputar con elementos internos y externos para perdurar (McCarthy, 1999).

1.2. Mirada europea

Los estudiosos del Viejo Continente, observando los fenómenos de ese contexto, por otra parte, insistieron en que el eje articulador de las insurrecciones ya no era la clase y en que los intereses tampoco eran estrictamente económicos o políticos y, por lo tanto, rechazaron el enclave analítico de la lucha de clases, aun cuando no descartaron las relaciones de dominación que la incentivaban.

Preguntándose por el cómo de la acción, su atención se concentró básicamente en los factores estructurales, en la dimensión cultural de los movimientos, en la necesidad de reconocer la diversidad de los actores sociales emergentes y en la configuración de las ideas compartidas que se movilizaban. Esta tendencia, conocida como la teoría de los Nuevos Movimientos Sociales (NMS), se destaca primordialmente por dos perspectivas: la “sociología de la acción”, de Alain Touraine, y la “identidad colectiva”, de Alberto Melucci. Una y otra reflexionan profundamente sobre las transformaciones socioculturales en relación con los modelos socioeconómicos de los países centrales y sobre las modificaciones en los rasgos del actor a raíz del cambio social.

Touraine distinguió a las sociedades de la segunda mitad del siglo XX como “postindustriales” o “programadas”. Para él la sociedad, en tanto forma colectiva de subsistencia, tiene la capacidad de auto producirse sin depender de entidades superiores que la prescriban, y los movimientos sociales –a los que clasificó como “movimientos societales” para dejar en claro que cuestionan orientaciones generales de la sociedad– defienden el uso social de los valores morales en oposición a los que imponen e intentan imponer sus rivales (Touraine, 1997).

Son varios los razonamientos de su propuesta para comprender la emergencia de estos fenómenos. Por ejemplo, afirma que en su materialización se evidencian tres elementos clave, a saber: un proceso de identidad, un conflicto y una disputa por el control de la historicidad; que los cambios en las formas de producción suministran los fines, las demandas, las representaciones y las tecnologías capaces de producir los bienes simbólicos, los lenguajes y la información para la movilización. Y que en todos ellos es trascendental la agencia de los actores, entiéndase militantes o activistas, pues son ellos quienes se asumen como sujetos sociales, en la búsqueda de las condiciones que les permitan ser artífices de su propia historia, como portadores de la ética elevada necesaria para representar a sus congéneres y de los sectores sociales en desventaja (Touraine, 1987, 1997; Melucci 1994a, 1999; Laraña, 1999).

Melucci, deteniéndose también en los cambios sociales del periodo y en el rol de los actores, se fijó, entre otros aspectos, en la producción de elementos simbólicos y advirtió que los conflictos salían del sistema “económico-industrial” hacia áreas socioculturales, afectando la identidad personal, el tiempo y la cotidianidad. En las sociedades “complejas” o de la “información” –apelativo que introdujo para referirse a este periodo histórico– la intensidad de los flujos de información y signos fomenta incertidumbre respecto del propio sistema e incentiva la emergencia de actores capaces de decidir y de construir el sentido de sus acciones como sujetos, que a su vez también producen y difunden información. Así, la incertidumbre precipita la acción y los conflictos entre grupos se manifiestan en la producción de esa información, en la lucha por su hegemonía, en cómo se distribuye y en cómo ejerce poder y control sobre la sociedad.

En esta lógica los movimientos desafían las formas de apropiación de los recursos, pero también la producción de significados y, por lo tanto, de las construcciones sociales sobre las que reposa la sociedad en su conjunto. Para este investigador lo distintivo de la acción colectiva es que supone una integración de “solidaridad” e “identidad colectiva”, sostenida en el tiempo, que a su vez refuerza las creencias compartidas respecto del sistema contra el que se dirige. Aquí las “redes”, es decir aquellos múltiples grupos dispersos, sumergidos en la “vida cotidiana” (como las OMS en la TMR) son fundamentales “para la comprensión de los procesos de compromiso individual” (Melucci, 1999, p. 63).

La solidaridad se aprehende como una capacidad del actor para reconocerse y ser reconocido como parte de la misma colectividad.

La identidad colectiva (indica el teórico) es, por lo tanto, un proceso mediante el cual los actores producen las estructuras cognoscitivas comunes que les permiten valorar el ambiente y calcular los costos y beneficios de la acción; las definiciones que formulan son, por un lado, el resultado de las interacciones negociadas y de las relaciones de influencia y, por el otro, el fruto del reconocimiento emocional. En este sentido la acción colectiva nunca se basa exclusivamente en el cálculo de los costos y beneficios, y una identidad colectiva nunca es enteramente negociable (Melucci, 1999, p. 66).

1.3 El puente

En la década de 1980 los especialistas de las dos escuelas, en medio de debates y polémicas, que entre otras cosas ponían en cuestión lo “novedoso” de los movimientos sociales, aunaron sus esfuerzos para comprender la relación entre la estructura social y la acción, se concentraron en la dimensión sociocultural e incorporaron presupuestos de la semiótica y de las tradiciones clásicas como la sicología social. El enfoque resultante se conoce como Constructivista y, de él, Klandermans (experto en Sicología Social Aplicada) aduce que los procesos de movilización se desarrollan

a través de redes políticas y sociales en las que los individuos y grupos están juntos en torno a objetivos comunes; a través de las oportunidades políticas que proporcionan la salida para la acción colectiva y mediante la construcción de nuevos significados de los que emergen nuevos actores colectivos (Klandermans y Tarrow, 1988, p. 3, citados en Rubio, 2004, párr. 206).

La propuesta, en resumidas cuentas, se distingue por concentrarse en cómo interactúan los actores de la acción y en por qué lo hacen, sobre la base de los aspectos subjetivos del comportamiento humano y en los elementos expresivos y simbólicos de la cultura que comparten los individuos. De este encuadre es destacable la perspectiva del análisis de los marcos (Frame analisys) y de esta toda una serie de categorías analíticas que alumbran los aspectos relacionados con la publicidad y la organización social de la movilización. Por ejemplo: los “marcos” (Frames), entendidos como esquemas de interpretación o recursos simbólicos para “localizar, percibir, identificar y etiquetar eventos y situaciones, en vista a organizar la experiencia y orientar la acción”; los “procesos enmarcadores”, consistentes en definir una situación como problemática, imaginar los medios de resolverla, movilizar los actores de un colectivo y justificar su oposición a un adversario; y el “alineamiento de marcos” (Frame alignment) considerado como el vínculo entre los esquemas de interpretación de todas las OMS (Snow, Rochford, Wonder y Benford, 1986).

A pesar de todos estos esfuerzos el concepto de movimientos sociales terminó por convertirse en otra polisemia de las ciencias que se dedican al estudio de estos fenómenos. No obstante, para distinguirlos de otras formas de organización, como los partidos o sindicatos, Munck (1995) reparó en que expresan una tensión permanente entre su identidad y sus estrategias de acción, que los conlleva a restringir su campo de operación a la sociedad civil; es decir, actúan desde allí “representando sus intereses en la arena político institucional”, sin transformarse a través de tal acción en una fuerza enteramente definida por su lógica partidaria.

1.4. Premisas generales

En perspectiva cronológica el recorrido realizado se puede graficar de acuerdo con como se muestra en el siguiente cuadro.

Cuadro número 1

Así, en la primera mitad del siglo XX la movilización social se consideraba propia de las masas y se la denominaba como insurrección, revuelta o motín; se caracterizaba por su espontaneidad y se suponía típica de lo que se definía como comportamiento colectivo. Después de la década de 1960 se la interpretó como una acción organizada, precipitada por las oportunidades políticas y catalizada por las estrategias de movilización de actores diversos. En un principio se la interpretaba como un fenómeno anormal que exacerbaba las dinámicas partidarias o sindicalistas e incorporaba la figura de la clase, y la lucha de clases, por el control del poder socioeconómico; después, como movimientos sociales en cuya base es perceptible la acción colectiva de actores individuales, por el control primordial de recursos de orden sociocultural.

En las últimas décadas del siglo el análisis de los marcos ocupó un lugar importante en comparación con la TMR, la teoría de los NMS y el enfoque de la identidad colectiva. La atención se situó en la publicidad de la acción y los estudios permitieron demostrar que en efecto contiene “una dimensión dramatúrgica y retórica sensible dentro de la definición de las identidades colectivas” (Cefaï, 2008). El énfasis se concentró en la cultura política y en su lenguaje, y se indagó por lo que determina que unos procesos de enmarcamiento caminen y otros no; es decir, por el éxito y el fracaso de la movilización. Se distinguió entre el actor movilizado y el público que se moviliza; se advirtió que sus estrategias solo son operantes “si son percibidas como portadoras de sentido”, y en ese sentido se reconoció que no son de la total autoría del primero, sino que también resultan de la agencia de los individuos que se suman a la causa.

A propósito de esto, en el último periodo de la gráfica se incluye una categoría que es central para comprender la fenomenología de la movilización social en términos lingüísticos: Gramáticas de la Vida Pública (GVP). Noción, propuesta en la primera década del presente siglo por el francés Daniel Cefaï (2008), que alude a los hechos del lenguaje, a los espacios sociales en los que se constituyen y a las formas en las que estos procesos se llevan a cabo. Esta se define como el conjunto de normas o reglas para hablar, compartidas y configuradas por una comunidad o grupo social, que adquieren sentido en un espacio o arena pública específica, y que contribuyen a crear los estados de ánimo necesarios para la movilización.

2. LA CUESTIÓN EN AMÉRICA LATINA

Los movimientos de protesta social se han materializado desde la época de la conquista del territorio que hoy se conoce como Latinoamérica. Sus expresiones se han tornado múltiples a raíz de la diversidad de etnias, pueblos y culturas que han encontrado en sus espacios (indígenas, colonos, mestizos, esclavos, campesinos, etc.), de sus “habitus”, es decir, de las disposiciones de obrar, pensar y sentir, constituidos de acuerdo con su posición social (Joignant, 2012), y de las vicisitudes que se han dado entre ellas. Los esfuerzos por explicar su fenomenología se concentran en los episodios de masificación que han ocurrido hace algo más de medio siglo; los que abordan sucesos anteriores suelen ser objeto de estudio de la historiografía y, por lo mismo, se concentran más en aducir los hechos concretos, visibles de la movilización, que los procesos inherentes, anteriores y ulteriores a estos.

Transitando las primeras décadas del siglo XX, y hacia mediados, esta forma de intervención política también heredó la lógica de “la lucha de clases” y se expresó, de manera implícita, en la lucha obrera, en los movimientos nacional-populares, en los movimientos campesinos y en la lucha armada. El carácter de movimiento social se le ha atribuido a finales de los años ochenta debido a un repunte de acciones colectivas que, como ocurriese años atrás en Europa y Estados Unidos, presentaron un eje articulador amplio, contenían demandas que no aludían únicamente a factores económicos y eran enarboladas por actores diversos que no se nucleaban siguiendo las lógicas organizativas instituidas. Antes de ese periodo también se desarrollaron manifestaciones de protesta que rompían con las prácticas tradicionales, ejemplo el feminismo, pero fueron eclipsadas por las expresiones señaladas y por el advenimiento de las dictaduras.

La influencia de la tradición europea ha sido la más predominante en la región, otrora bajo los presupuestos del marxismo, luego siguiendo la perspectiva de los NMS y el enfoque de la identidad. El pensamiento marxista impactó en la movilización regional de dos formas: por una parte como eje articulador en todas sus tendencias (leninista, trotskista, maoísta, guevarista, etc.) para desmantelar la dominación burguesa y garantizar el ascenso del proletariado –también del campesinado en el maoísmo– al poder; por otra parte como herramienta analítica según la cual los levantamientos son el producto de la lucha; el histórico antagonismo que enfrenta a estas dos clases se explica en la insurrección de la desposeída.

El estructuralismo fue recusado por pretender delimitar la explicación del fenómeno al margen de la acción de la sociedad (Cisneros, 2001). Con el funcionalismo ocurrió algo similar, no obstante algunos enfoques siguieron vinculándose con él y a la noción de masas, como la antítesis viable a la tradición marxista. Así los movimientos nacional-populares recibieron interpretaciones bajo categorías como populismo, bonapartismo o nacionalismo (Retamozo, 2010).

En la década de 1960 los presupuestos de la joven CEPAL, en relación con la interpretación de la realidad social, se fundamentaban en la perspectiva dual de la “modernidad” de unos Estados y en el “atraso” de otros. Los estudios empíricos sobre el tema tratado aquí se basaban en estos y atribuían la participación política de los individuos (vistos aisladamente) al proceso de integración social. Los investigadores/as examinaban a las elites y sus procesos de desenvolvimiento. Se estudiaba la composición de la clase alta, de las estructuras del Estado y de los partidos políticos. Las expresiones masivas eran aludidas en términos de conductismo cuando participaban en procesos de integración amplios (Gohn, 1995).

En la década de 1970 la Teoría de la Dependencia (Cardoso y Falleto, 1970) logró problematizar el rol de la región en la economía global y advirtió sobre la necesidad de explicar el acontecer local a partir de esa lógica. Como en esta época la movilización social fue permeada por las expresiones de los partidos políticos nacionales, los análisis también se guiaron por presupuestos afines a ese tipo de organizaciones. Los postulados europeos continuaron siendo propicios por sus críticas y aportes respecto de la nueva izquierda; los estadounidenses fueron rechazados por ser considerados funcionalistas, conservadores y utilitaristas. La lectura marxista de la realidad latinoamericana fue paulatinamente debilitada, aunque no agotada, en parte por el flagelo castrense de esos años y en parte por los cambios paradigmáticos, tanto de la acción como de las demandas, en el marco de la transición a la democracia.

Estas transformaciones, en los ochenta, propiciaron la introducción de algunas perspectivas especializadas en los movimientos sociales. Sin embargo, las particularidades del contexto local (oligarquías, regímenes autoritarios, dictatoriales y conflictos armados) que evidentemente no tenían nada en común con los contextos en los que fueron originadas (Guerra de Vietnam, Guerra Fría, Estado de Bienestar, etc.) dieron pie a equivocaciones teóricas y epistemológicas en el abordaje del fenómeno; atizaron la crítica de la Teoría de la Dependencia y la colonialidad del saber –que comenzaba a constituirse en esos años– y retardaron la implementación de los instrumentos analíticos que explicaban la cuestión en los países centrales.

El estudio de la movilización y la protesta social se afianzó en los últimos tres lustros de la centuria a raíz de su intensificación, particularmente en el marco de la globalización y del neoliberalismo en los años noventa, pero también por la iniciativa de instituciones como la FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales) o el CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), y por la realización de los primeros encuentros –coloquios, congresos– de investigadores/as, que dieron lugar a debates y compilaciones sobre el tema (Retamozo, 2010). Se leyó de nuevo a Gramsci y se elaboraron, sobre la base de sus propuestas, nuevas aproximaciones marxistas sobre la racionalidad política y el sentido común (Nun, 1989), aunque estas, como ocurrió con los postulados de la Dependencia, poco a poco dejaron de estar al orden del día. Las perspectivas más influyentes continuarían siendo las de los europeos, destacándose ahora los aportes de Alain Touraine con su sociología de la acción, y los de Alberto Melucci, por sus indagaciones y presupuestos relacionados con la construcción de la identidad colectiva.

Con las reformas neoliberales que se ejecutaron en la región a lo largo de los noventa las expresiones de protesta fueron multifacéticas; se reconoció que la movilización social ya no era per se revolucionaria, que sus relaciones con el Estado ya no eran de total enemistad; y se produjeron estudios que se alejaban de las lógicas del retorno a la democracia para dar paso a la explicación de los nuevos conflictos, de la configuración de identidades, de la emergencia de nuevos actores, de las diferencias de género, étnicas, etc. De esta forma la categoría de Movimientos Sociales ingresó en el lenguaje de las Ciencias Sociales de la región. Su novedad no se discutió demasiado pues la noción de clase, insistían sobre todo aquellos comprometidos con la causa, explicaba adecuadamente las expresiones de lucha en varios Estados latinoamericanos; no obstante, se implementaron elementos de la perspectiva de los NMS.

La incorporación de las teorías hegemónicas fue lenta y asimétrica, pues para la época solamente Brasil, México, Argentina y Chile se interesaban por el estudio de la cuestión y los trabajos eran el resultado de la producción intelectual de sociólogos y politólogos, más no de especialistas en el tema (Gohn, 1995). Pese a ello la incorporación de los principales postulados estadounidenses y europeos fue un hecho en los umbrales del siglo XXI. En un comienzo el énfasis se situó en los procesos que constituyen la acción; por ejemplo, en la configuración de las identidades o en la movilización de las organizaciones de base (redes). Luego se fijó la mirada en el individualismo metodológico para explicar la relación entre lo social y lo político; y se asumió el neoestructuralismo norteamericano de la TER y el enfoque de la EOP. Las dimensiones culturales y simbólicas de la movilización se leyeron de acuerdo con las propuestas constructivistas y a las readecuaciones del paradigma de la identidad.

2.1. Tendencias analíticas

Antes de que se incorporaran de lleno las tendencias europeas sobre los movimientos sociales, investigadores como Touraine o Castells –atraídos principalmente por el impacto de la Unidad Popular del presidente Salvador Allende en Chile– hacían investigaciones observando la praxis de la protesta en el contexto latino, solo que estas eran difundidas en sus países de origen y, paradójicamente, poco conocidas aquí (Gohn, 1995). Allá, en varias universidades, se crearon institutos de estudios latinoamericanos que durante la década de 1990 enviaron grupos de investigadores a observar de cerca la fenomenología de la protesta en la región. No es poca la producción literaria que reposa en sus salas en comparación con la que producían los investigadores locales en la misma época. Esta última refleja la trayectoria epistemológica y teórica mencionada en el subtítulo anterior.

Tomando distancia de los trabajos sobre el movimiento obrero, por ejemplo se ha indagado desde temprano por la participación de las poblaciones migrantes en zonas urbanas, sobre asentamientos en favelas, sobre movimientos de moradores, sobre el fervor de carismáticos líderes populistas, sobre movilizaciones populares en época de régimen militar, sobre la participación comunitaria, sobre populismo, sobre movimientos de mujeres, sobre la participación de los estudiantes en la política, sobre movimientos de educación popular, sobre la pobreza, sobre el movimiento zapatista, etc. (Gohn, 1995).

A principios del siglo XXI las investigaciones se dispararon casi que al propio ritmo de las movilizaciones (recordemos el movimiento piquetero en Argentina, la guerra del gas y del agua en Bolivia, las movilizaciones indígenas en Ecuador o la Marcha del Color de la Tierra en México). Estas precipitaciones, por un lado, soslayaron la categoría de la clase y a cambio se indagó por la racionalidad de la acción, por las representaciones del sujeto social contemporáneo, por los entramados territoriales y simbólicos del mundo popular y por el aporte de los movimientos a la construcción de la democracia. Por otro lado, alentaron análisis especializados atendiendo ámbitos como el político o el cultural, recurriendo a dimensiones como la identidad y la subjetividad.

Todas estas iniciativas continúan siendo relevantes al lado de investigaciones que preguntan por la relación de los movimientos sociales y los regímenes progresistas, por la represión Estatal, por los artefactos de la protesta, por los levantamientos indígenas y campesinos, por los conflictos ambientales, por las acciones que repudian los modelos extractivistas, por las que se oponen a proyectos mineros y por las que reclaman paz (Almeida y Cordero, 2017). Los abordajes sobre el movimiento estudiantil hoy por hoy reparan en los diferentes procesos de la acción, en las oportunidades políticas, en los repertorios, en los marcos (Castro, 2016) y en las subjetividades; los que se concentran en la movilización de las mujeres aluden sus gramáticas movimentistas y examinan su eje articulador desde el punto de vista de la epistemología feminista (Castro, 2018).

En cuanto a su composición y latencia se ha afirmado que las luchas sociales se condensan en la resistencia a la globalización neoliberal y son agrupables en tres categorías: movimientos de trabajadores, de estudiantes y del sector informal; nuevos movimientos sociales y grupos rurales e indígenas. Del primero se afirma que los trabajadores participan en protesta más que cualquier otro grupo social; que los estudiantes han sido el foco de las mayores luchas en los últimos veinte años; y que el sector informal no se ha quedado atrás a la hora de luchar, por ejemplo, contra la implementación del Tratado de Libre Comercio. Del segundo se resalta su carácter multisectorial, se indica que en ellos se incluyen grupos feministas, organizaciones civiles de raigambre ecológica, colectividades de gays y lesbianas y grupos de defensa del consumidor; y se advierte que se distinguen además por representar conflictos sociales sobre estilos de vida, de identidad y por establecer lazos de solidaridad con otras causas. Del último grupo, en el que se incluyen también sectores indígenas, se señala su participación activa a la oposición empresarial, por ejemplo, a la integración de América Latina en la economía mundial (Almeida y Cordero, 2017).

2.2. Aportes locales

Desde la víspera del nuevo milenio se vienen examinando condiciones que siguen despertando el interés de quienes estudian los movimientos en la actualidad, verbigracia: la participación, la experiencia, los derechos, la ciudadanía, la exclusión social, la solidaridad, y la identidad colectiva. Igualmente se han señalado varias situaciones que también continúan siendo relevantes para pensarlos. Por ejemplo, la situación de carencia que los motiva; la formulación de demandas y su transformación en reivindicaciones radicales; la organización de la acción; la formulación de estrategias; y las prácticas colectivas como asambleas, reuniones o actos públicos (Gohn, 1995).

Se ha señalado que a los movimientos se los puede clasificar a partir de su origen social, en torno a sus peticiones, a sus ideologías e incluso al género; y que son definibles como:

Acciones sociales colectivas, de carácter sociopolítico y cultural, que viabilizan ciertas formas de organización y de expresión de las demandas de la población. En la acción concreta, esas formas adoptan diferentes estrategias que van desde la simple denuncia, pasan por la presión directa (movilizaciones, marchas, concentraciones, disturbios del orden constituido, actos de desobediencia civil, negociaciones, etc.), hasta las presiones indirectas. En la actualidad los movimientos sociales actúan por medio de redes sociales, locales, regionales, nacionales, e internacionales, y se valen en gran medida de los nuevos medios de información como internet (Gohn, 2002, p. 23).

También se ha establecido que cubren áreas de la cotidianidad –como el sexo, los valores morales o las creencias– a las que evidentemente no llegaban, otrora, otras formas de organización (Gohn, 2002), y se ha dicho que el mestizaje de sus expresiones es la característica de los movimientos latinoamericanos. Las demandas territoriales son uno de sus rasgos diferenciadores. Los más significativos (Sin Tierra, Indígenas, Neozapatistas, Guerreros del Agua, Cocaleros, Desocupados, Estudiantes, Mujeres) poseen aspectos en común pese a las diferencias espaciales y temporales, pues son la respuesta a problemáticas generales (Zibechi, 2003a).

Los esfuerzos por explicar las lógicas de la acción han resaltado la importancia de los procesos de enmarcado y construcción de identidad, y se ha afirmado que constituyen actos realizados con la finalidad de interpretar y de operar dentro de las arenas de acción colectiva, lugares donde los participantes adquieren el sentido del movimiento, “una vez la situación ha quedado enmarcada y se han atribuido identidades a los individuos y a las colectividades” (Chihu, 2006, p. 212).

Entre sus dimensiones se han distinguido: 1. La “territorial”, ya que tanto en los movimientos rurales como urbanos, el territorio se convierte en un elemento clave de resistencia, resignificación y creación de nuevas relaciones sociales. 2. La “acción directa no convencional y disruptiva” en tanto estrategia de lucha generalizadora. 3. El desarrollo de métodos de democracia directa a partir de la acción colectiva no institucional. 4. Demandas de autonomía que conciernen tanto a pequeños colectivos culturales como a estructuras territoriales u “organizaciones de masas” (Svampa, 2008, pp. 77-79).

Dada su cercanía con los aspectos de la cultura se ha sugerido hablar de “movimientos socioculturales”, aduciendo que intentan subvertir los patrones de inclusión y exclusión social en los planos simbólico y material; que las instituciones como la familia o la escuela se han transformado; o que los derechos culturales se encuentran anclados a cuestiones que redefinen el orden social (Calderón, 2009).

La academia latinoamericana aún se encuentra en deuda con la elaboración de una teoría apropiada al contexto local. No obstante, varias categorías elaboradas por sus investigadores se han tornado en piezas clave para dar cuenta de la movilización. Se destacan dos que hacen lo propio con los procedimientos de construcción de resistencias, de la transformación de los sentidos en objetivos de lucha, de las rupturas, los repliegues y otros elementos que definen a los movimientos y se expresan en su latencia. Estas son la constitución de “subjetividades políticas” y la configuración de una “memoria larga” (Aguilera, 2014). Lo subjetivo se asume en la región como una variable independiente, ya que hace referencia a una dimensión estructurante presente en las prácticas sociales (Torres, 2009). La subjetividad se asume como un proceso de constitución en el que intervienen “otros”, pero también como un proceso de elección personal, en ambos casos inacabado, en el que la misma está en constante movimiento como forma “producida” y “autoproducente”. La subjetividad política alude a aquellas praxis sociales que generan vínculos, al igual que “proyectos alternativos de vida social, por cuanto constituyen poder” (Torres, 2007, p. 80; de acuerdo con cómo se citó en Aguilera, 2014, p. 27). El análisis de este aspecto implica identificar en la dimensión cultural las formas de subjetivación que expresan los modos de pensar y actuar de los sujetos y sus inclinaciones políticas (Aguilera, 2014).

La “memoria larga”, por otro lado, alude al acumulado histórico de resistencias a los valores hegemónicos y a la constitución de los valores propios. Tiene una función ideológica y contestataria; y se activa en luchas pasadas catalizándose contra las injusticias del presente (Rivera, 1987). Este elemento constituye el motor del movimiento en tanto “remite a acumulados y tradiciones que arraigan un fuerte sentido de lo colectivo y que son recuperadas en la memoria para defender aquello que ha sido vulnerado” (Aguilera, 2014, p. 36).

Recientemente se ha vuelto a poner en evidencia el uso de la categoría de movimiento social en Latinoamérica; en esta oportunidad indicando que en la conformación de los Estados que la componen no existió la democratización de las sociedades europeas y mucho menos su estructura de producción, basada en la división del trabajo, por lo que resulta más conveniente denominar el fenómeno como “sociedades en movimiento” (Zibechi, 2017) o como “movimientos antiestatales” (Zibechi, 2007). No hacerlo es obturar una combinación de prácticas colectivas diversas.

En América Latina existen muchos movimientos sociales, pero, junto a aquellos, superpuestos, entrelazados y combinados de formas complejas, tenemos sociedades otras que se mueven no sólo para reclamar al Estado, sino que construyen realidades distintas a las hegemónicas (ancladas en relaciones sociales heterogéneas frente a la homogeneidad sistemática), que abarcan todos los aspectos de la vida, desde la supervivencia, hasta la educación y la salud (Zibechi, 2017, p. 14).

CONCLUSIONES

Como se pudo observar no existe una definición acabada de lo que se puede entender por movimiento social, lo cual es lógico porque la categoría, al igual que muchas otras, hace parte de una construcción instrumental que depende de la subjetividad del analista, de sus métodos de estudio y, por supuesto, del contexto para el cual se elabora. En términos concretos un movimiento social no es más que una herramienta conceptual cuya interpretación implica un posicionamiento político. En su defecto es viable sugerir que las expresiones de movilización masiva, llámense movimientos o no, –aun cuando hospedan distintas disposiciones e intereses, y cuando conceptualmente son difíciles de aprehender– sintetizan la conjugación de múltiples acciones colectivas, en continua tensión y redefinición, orientadas al cambio social y llevadas a cabo por sujetos/as que corrientemente no tienen acceso a las decisiones políticas; que operan particularmente mediante variados procesos, desde el ámbito civil hasta el ámbito político, sin convertirse en una fuerza enteramente política, aunque su acción en sí lo es, en tanto concierne a la organización de la sociedad; y que se distinguen por su composición interna, es decir: a) son heterogéneas; b) sus integrantes comparten ideas comunes de la realidad pero no necesariamente una misma formación profesional, procedencia socioeconómica o género; c) se organizan de manera diferente a las formas de organización instituidas; y d) manifiestan entramados simbólicos del mundo popular.

La acción colectiva es definible de diversas formas: por su carácter (contencioso, político, económico, etc.), por sus componentes, por su base social, por sus prácticas o por su alcance. Los procesos inherentes a ella se pueden distinguir y ordenar en varias dimensiones manifiestas, de manera simultánea, en sus momentos más álgidos y visibles: 1) la sociopolítica, que refiere al compromiso adquirido por individuos y a los procesos que realizan en interacción con otros para adelantar acciones comunitarias en pro de una sociedad justa; 2) la estructural, que alude a la organización de la organización, al conjunto de relaciones que la mantienen activa, y a la función de las bases y las redes establecidas entre ellas; 3) la estratégica, que contiene la serie de tácticas mediatas encaminadas a un fin último; por ejemplo, las campañas y los ciclos de protesta; 4) la cultural, que se relaciona con los procesos de producción y reproducción de las prácticas, las creencias y los símbolos compartidos por el movimiento, expresados en la dramaturgia, la retórica y, en general, en los hechos del lenguaje de la movilización.

El análisis de la dimensión cultural de la acción, en particular de la identidad, de los símbolos y de la subjetividad, es ya un clásico en el estudio de los movimientos. Sin embargo, aún resta una aproximación rigurosa a otras instancias espaciales; a las acciones de otros sectores sociales con incidencia en la coproducción de los marcos, al lenguaje implementado en ellos y, en otras palabras, a las dinámicas exteriores que sostienen la razón de la lucha. La realización de la acción no depende de la pura agencia del actor, también depende de los sentidos que circulan en el contexto social y que reposan en el subconsciente de los individuos. La cultura sociopolítica, sea definida como un conjunto de prácticas experienciales o como la forma de ser de, resguarda esos sentidos y contiene un espectro de elementos –en los cuales los sujetos de la movilización inscriben sus interpretaciones– oportuno para comprender cómo se produce la conciencia colectiva y cómo se constituye en el contexto político la legitimidad de un problema público.

Las gramáticas de la vida pública –en tanto reglas o normas para hablar– representan una vía propicia para avanzar en la comprensión de la configuración de los marcos de la movilización (reivindicaciones, demandas, rechazos, etc.), ya que cobran sentido en un contexto de prácticas e instituciones compartidas, fuera del cual perderían toda lógica. El lenguaje que se implementa en los marcos se encuentra articulado con el lenguaje de la vida cotidiana: delinea las prácticas sociales que les permite intervenir en el ámbito de lo público y por ello su análisis también debe dirigirse hacia sus contextos de configuración.

Los espacios de interacción social (círculos laborales, círculos académicos, centros barriales y comunitarios, la familia, las nuevas tecnologías de información y comunicación, etc.), instancias en donde se incuba, por la plena acción recíproca de los individuos, el significado y sentido del lenguaje, de igual manera son piezas clave a la hora de pensar en la vida cotidiana de los sujetos de la acción, en la conformación de su ethos o en la constitución de las gramáticas movimentistas.

En vista de la evidente institucionalización de la protesta, también resulta conveniente observar las instancias estatales en las que se potencializan ciertas acciones y preguntar por la agencia de sus instituciones en la fenomenología de algunos movimientos, particularmente de aquellos que han llevado al progresismo al mando del poder Ejecutivo. En fin, dado que los fenómenos de movilización masiva son –entre su amplio espectro de posibles connotaciones– sistemas de múltiples procesos en permanente constitución y cambio, que no se manifiestan de una forma única y definitoria, a la hora de examinarlos siempre será prudente abordar los aportes de los filósofos pragmatistas y conceder primacía al valor práctico de las acciones colectivas subyacentes a los momentos visibles de la movilización. 

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  1. Me refiero a los países también llamados del primer mundo, o industrializados, por el desarrollo de sus modelos económicos y por la consolidación de sus democracias liberales.
  2. Aludo a la acción que se constituye entre los sujetos; es decir, a la conducta humana en interferencia intersubjetiva.