El ámbito temático del presente número de la Revista del Estudios Políticos y Estratégicos, nos permite reflexionar sobre el laicismo, como característica consustancial de la democracia, para insistir en la necesidad de la adopción de criterios específicos en este campo, que establezcan al laicismo como realidad efectiva y necesaria en un país que debe profundizar en tolerancia y en el respeto a las distintas ideas y valores.
El hombre tiene una libertad que es absoluta, la libertad de conciencia, en ella está la construcción de su vida, pero la sociedad la distorsiona con dogmas, credos y doctrinas que enraizadas en los sistemas de formación y educación alteran esa libertad de apreciación del cosmos, del universo. En consecuencia, la conexión con el otro y con la naturaleza, no es pura ni propia del ser, sino que es determinada por alguna superestructura.
Aunque podríamos remontarnos a tiempos más remotos de la historia del hombre, al situarnos en el siglo de las luces, observaremos que el laicismo, como corriente filosófica que promueve precisamente la libertad de expresión más amplia, tiene una particular expresión en el siglo XVIII, de la mano del racionalismo filosófico, del liberalismo y del republicanismo.
El laicismo y la laicidad remitían, en sus orígenes, sólo a las ideas de carácter religioso, extendiéndose, ya en el siglo XX, también a las filosóficas en general y también a las políticas; entre ellas, “en la sociedad laica tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie. De modo que es necesaria una disposición secularizada y tolerante de la religión, incompatible con la visión integrista que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones sociales para otros o para todos”. (La libertad como destino. Fernando Savater, 2004)
Las personas son libres en tanto nadie es capaz de interponer sus preferencias y menos dogmas a los demás y por lo tanto no ejerce interferencia arbitraria ni dominación de ninguna especie. Todos los miembros de la sociedad bregan, en consecuencia, por el bien común o bien público.
El liberalismo con Voltaire, y el republicanismo con Jefferson, tempranamente plantearon en aquel fermental siglo XVIII, al Estado laico como el ideal en relación a la libre manifestación de las ideas, en particular las religiosas y al natural clima de tolerancia que el mismo conlleva, siempre que su manifestación no implique un perjuicio al bien común.
En Latinoamérica, los movimientos liberales y positivistas de Educación laica se desarrollan a mediados del s. XIX y principios del s. XX. Domingo Faustino Sarmiento, de Argentina; José Pedro Varela, de Uruguay; Ignacio Manuel Altamirano, de México, y Mercedes Cabellos, de Perú, entre otros, son precursores de estas ideas.
En Chile, un factor importante en la difusión del laicismo fue la Sociedad Literaria de 1842, encabezada por Francisco Bilbao y José Victorino Lastarria, quienes postulaban el rompimiento intelectual con la España clerical y conservadora creando una nueva cultura americana. El Presidente de Chile, Don Domingo Santa María quien gobernó entre 1881 y 1886 y a quien debemos las leyes laicas de nuestro país, señaló con extraordinaria claridad que “El haber laicizado las instituciones de mi país, algún día lo agradecerá mi patria. En esto no he procedido ni con el odio del fanático ni con el estrecho criterio de un anticlerical”.
El laicismo es un principio de organización elemental de lo político en las sociedades modernas y no una doctrina filosófica ni religiosa; no se opone a las ideologías ni a las religiones, pero fundado en la decantación de la reflexión y la experiencia republicanas, postula un Estado liberado de las amenazas de dominio comunitarista sobre el mismo, como garantía para la propia existencia de esas comunidades, entre ellas las religiosas, en el contexto de la sociedad civil.
Entonces, la educación laica no debe suponer ni la carga antirreligiosa ni la neutralidad. La mundialización de los conocimientos que exige nuestra época implica que, en igualdad de circunstancias, se exponga ante los estudiantes el mapa religioso, antiguo y actual, y que cada una de esas opciones sea tratada con respeto y objetividad. Significativamente, la mejor prevención contra cualquier visión globalizadora arrasante y avasalladora es el conocimiento de las historias y las razones nacionales y locales, incluidos los cultos y creencias.
Desde la perspectiva pública, la educación debe estar libre de dogmas y creencias religiosas o confesionales, de doctrinas políticas o sociales, la educación debe estar basada en la racionalidad humana y el humanismo. Lo derivado de cuestiones no racionales, de la fe, puede y debe ser circunscrito al ámbito privado de la sociedad, como un derecho de cada ser.
Entender el significado y la prospectiva del laicismo del siglo XXI tiene vital importancia para comprender la sociedad democrática y las tareas que derivan de la construcción de una sociedad más fraterna, tolerante e igualitaria. Su misión será la plenitud del pensamiento libre y el humanismo en su expresión superior.
La laicidad es compartir la esfera pública entre todos, desde el punto de vista político, jurídico, simbólico y ético. La estructura o superestructura política, económica, empresarial, productiva, financiera, mercadológica, social, al servicio del hombre, para el hombre, para que su desarrollo sea en plenitud, capaz de forjar su propio modelo de desarrollo individual y por igualdad de convicciones de desarrollo social. La libertad de generar su propia cosmovisión, con la libertad de poder ser sujeto, objeto y centro de todo esfuerzo que lleve a alcanzar la feliz libertad y desarrollo del individuo.Desde la perspectiva política, el laicismo propicia que el Estado guarde sana distancia respecto de las Iglesias, respetando el ejercicio de los diversos cultos públicos religiosos y procurando la equidad de todas las iglesias o asociaciones religiosas.
Una sociedad democrática debe estar fundada sobre el respeto de los derechos del hombre y del pluralismo. Ella se caracteriza igualmente por la necesidad de un Estado de derecho, por la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, así como por la separación de la Iglesia del Estado. Efectivamente, el laicismo coloca a la religión en el espacio donde debe estar: en el ámbito de la conciencia y la fe personal, de las creencias, del culto, los símbolos y los ritos en los templos, pero nunca en los planteamientos ni en la propaganda ni en el litigio político del poder terrenal.
La laicidad, entonces, garantiza la autenticidad de la opción personal, no su acierto. Esa opción será la que en cada caso el individuo elija, convencional, tradicional, ortodoxa o herética, pero siempre válida –auténtica- desde un punto de vista laico, si se adopta libremente y si esa opción no compromete la libertad de los demás, ni la existencia misma de la sociedad como un orden posible de cooperación entre individuos libres, iguales y solidarios.
Así como una república necesita de republicanos, la laicidad y el Estado laico necesitan de ciudadanos comprometidos en su defensa. La democracia republicana, rica en la deliberación y el equilibrio de poderes, es a la vez, la mejor defensa de la laicidad, así como ella, es una precondición o compromiso, en un saludable escenario republicano. Este diálogo exige el cultivo de la “virtud cívica” y el creciente compromiso de los ciudadanos con el destino de la comunidad, pero también la construcción de instituciones que no dejen todo librado a la suerte, voluntad, o buen humor del gobernante de turno.