Artículo Volumen 9, n.º 2, 2021

Desarme, Salud Pública y Seguridad en el siglo XXI

Autor(es)

María Cristina Rosas

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INTRODUCCIÓN

Si bien es ampliamente sabido que los conflictos armados tienen implicaciones para la salud pública, es lugar común que se les mire sobre todo desde la óptica de la seguridad, nacional e/o internacional. Afortunadamente el tema ha venido permeando en las negociaciones de tratados internacionales en materia de desarme desde el fin de la guerra fría y, sobre todo, en el presente siglo. La Convención de Ottawa de 1997; la Convención sobre las Municiones en Racimo de 2008; el Tratado sobre Comercio de Armas de 2013 y el Tratado para Prohibir las Armas Nucleares de 2017 incorporan argumentos que apuntan a visibilizar el impacto humanitario del empleo de las minas antipersona, de las municiones en racimo y de las armas nucleares, además de que en el caso del comercio de armas se busca evitar su venta a países que violen los derechos humanos. El impacto desproporcionado, perdurable y que no distingue entre combatientes y civiles en los conflictos armados, es cada vez más invocado en los debates conducentes a favorecer el desarme.

Queda la sensación, sin embargo, de que hace falta mirar más a la carrera armamentista y, en especial, a la violencia perpetrada con diversos sistemas de destrucción en masa y convencionales, desde los terrenos de la salud pública. La pérdida de vidas humanas impacta en el desarrollo de los países, al privarlos de recursos humanos. Los heridos y discapacitados generan costos económicos y sociales y los sistemas de salud son puestos a prueba. También la guerra y la violencia abonan al deterioro de la infraestructura crítica y del medio ambiente en que residen las personas, por ejemplo, tras el empleo de armas de destrucción en masa –nucleares, químicas, biológicas– y/o convencionales tanto pesadas como pequeñas y ligeras, incluyendo los remanentes explosivos de guerra. Los impactos psicológicos de los conflictos armados en las personas perduran por largo tiempo. Las actividades económicas se ven alteradas o destruidas durante los conflictos, mermando las posibilidades de recuperación y procuración de sustento para los residentes. En los escenarios posconflicto, las sociedades viven en condiciones precarias, privadas de las condiciones mínimas para su desarrollo. Al final del día, la guerra, la violencia y la militarización son nocivos para la salud, no solo por los recursos materiales y humanos involucrados, sino también porque destruyen infraestructura crítica, impactan negativamente en la seguridad humana y comprometen el cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS).

El presente análisis efectúa una reflexión sobre el inacabado debate entre seguridad y desarrollo. Asimismo, revisa la manera en que los conflictos armados y la violencia impactan a la salud pública, para posteriormente hacer una reflexión sobre la importancia del desarme para la salud pública y la relevancia de un enfoque de seguridad humana que, más allá de las visiones tradicionales de la seguridad dura, converja en la valoración de la relación entre seguridad y desarrollo. El método empleado es el deductivo, amparado en planteamientos teóricos sobre la seguridad humana y la relación entre seguridad y desarrollo y desarme y desarrollo.

 

1.. LA RELACIÓN ENTRE SEGURIDAD Y DESARROLLO DESDE LA TEORÍA

En el siglo XX y, en particular, en el marco de la guerra fría, los planteamientos en torno a la relación entre seguridad y desarrollo dominaron buena parte de los debates académicos y de los discursos políticos de dirigentes de las naciones. Al gasto militar frente al desarrollo se le presentaba como una suerte de disyuntiva, un juego de suma cero: si se gastaba en la esfera militar ello se traducía automáticamente en menos recursos para el desarrollo. Los fundamentos teóricos de este debate se pueden encontrar, por un lado, en Keynes y, por el otro, en Marx. Para los keynesianos el gasto militar tiene efectos positivos en la economía, dado que genera empleos, infraestructura, desarrollos tecnológicos, y, ciertamente, una demanda agregada (Bientinesi y Patalano, 2017). Una política fiscal militar orientaría entonces una parte importante del gasto público a la esfera militar, lo que, a su vez, redundaría en enormes beneficios para la economía, vía investigación y desarrollo, aumento de la productividad, generación de empleos, etcétera. Cypher señala que la época dorada de la expansión estadunidense –fines de la Segunda Guerra Mundial y hasta 1971– está directamente relacionada con el keynesianismo militar, el cual puede haber contribuido directa e indirectamente hasta con un 25 por ciento del producto interno bruto (PIB) estadunidense (Cypher, mayo-agosto de 2015). Citando a Keyserling postula que el keynesianismo militar en el caso de EE. UU. quedó asentado en la directiva NSC-68, mediante la cual la salvaguarda de la seguridad nacional generó el sustento para erigir un Estado dentro del propio Estado, conectado invariablemente con la prosperidad del país, el desarrollo de su clase media, su liderazgo en ciencia y tecnología y, al final del día, su estatus de superpotencia mundial (Cypher, mayo-agosto de 2015). En este sentido el keynesianismo militar no solo rechaza la oposición entre el gasto militar y el gasto en desarrollo, sino que, por el contrario, revela que la militarización es de uso dual, porque no solo abona a la seguridad, sino que impulsa el desarrollo (Melman, mayo de 1988).

Del lado de los marxistas y neomarxistas, se percibe a la carrera armamentista como un acto imperial en el que el militarismo es el eje del proceso de acumulación y reproducción del capital. El financiamiento del militarismo se concreta a costa de los bolsillos de los trabajadores, por lo que se producen enormes desigualdades sociales en los países y a escala planetaria (Torres Carral, enero-junio de 2013). Para Baran y Sweezy, quienes analizan el capital monopolista en la economía estadunidense, el gasto militar favorece a una oligarquía, la que vela por sus intereses de clase. Ellos señalan que existen contratos millonarios de las empresas fabricantes de pertrechos militares cuyo principal cliente son las fuerzas armadas estadunidenses, las que les generan a aquellas familias jugosas ganancias, perpetuando un círculo vicioso excluyente respecto de la sociedad y la satisfacción de sus necesidades más elementales (Foster; Baran, Sweezy y Baran, 2017; Slijper, abril de 2013).

Ciertamente los argumentos de keynesianos y marxistas/neomarxistas son interesantes, aunque es menester señalar que el caso estadounidense parece excepcional en el análisis de la relación entre seguridad y desarrollo. Una de las observaciones que se podría hacer a quienes exaltan al keynesianismo militar es: por qué si hoy Estados Unidos es quien más presupuesto destina a la esfera militar a nivel global, no tiene una salud económica como la vista en su era dorada. ¿La inversión en lo militar llevó a una desinversión en los ámbitos del desarrollo –i. e. salud, educación, empleo, alimentación, vivienda, servicios, etcétera–?

La singularidad del caso estadunidense puede resultar mayor cuando se piensa en Japón, un país que emergió como potencia económica en la década de 1970 sin tener el peso de un militarismo como el de EE. UU. a cuestas. Con todo, el estancamiento que desde hace ya varios años enfrenta la economía japonesa, podría ser un argumento que cuestionaría el énfasis puesto en el desarrollo.

 

2. LA RELACIÓN ENTRE SEGURIDAD Y DESARROLLO: POLÍTICAS PÚBLICAS Y ORGANISMOS INTERNACIONALES

Desde la década de 1970 a la fecha se han producido diversas crisis económicas en el mundo, algunas de ellas con mayor severidad, reavivando el debate sobre el destino que deberían de tener los recursos públicos. En una era de recortes presupuestales, de políticas de austeridad, de gobiernos populistas y de crisis de las instituciones, es frecuente que se argumente que la reducción de los gastos militares es necesaria para liberar recursos que favorezcan el desarrollo.

La relación entre seguridad y desarrollo es casi un mantra en la comunidad internacional, donde los foros internacionales reiteran que sin desarme no habrá seguridad y sin desarrollo no habrá paz. Difícilmente se podría estar en desacuerdo con estas premisas, pero como se desprende de los planteamientos teóricos más socorridos a que se hizo referencia en el apartado precedente, es muy difícil extraer conclusiones a partir de un caso como el estadounidense.

Tómese a México como ejemplo. En los gobiernos de Enrique Peña Nieto (2012-2018) y Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), las fuerzas armadas han venido desarrollando de manera incremental tareas que antaño llevaban a cabo civiles. Se habla de unas 246 atribuciones que recaen actualmente en los cuerpos castrenses. En la presente administración, las fuerzas armadas tienen a su cargo la construcción de las principales obras de infraestructura del gobierno federal, incluyendo el nuevo Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles y el Tren Maya; la gestión del Banco del Bienestar, encargado de los programas sociales del gobierno; la administración de aduanas; la seguridad pública; etcétera (Monroy, 2021). En sociedades democráticas, el empoderamiento de las fuerzas armadas podría conducir a una militarización que preocupa frente a la debilidad de las instituciones civiles. Asimismo, estas atribuciones requieren recursos financieros que podrían implicar una reducción de las partidas presupuestales a favor del desarrollo. En el mismo ejemplo de México, el presupuesto gubernamental para 2022 contempla reducciones a los órganos autónomos como el Instituto Nacional Electoral (INE), el Consejo de la Judicatura Federal (CJG) y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) (Suárez, 2021). En contraste, la Secretaría de Educación Pública (SEP), la Secretaría del Bienestar, la Secretaría de Salud, la Secretaría de Defensa Nacional (Sedena) y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) son las más favorecidas en términos presupuestales, si bien el crecimiento de los recursos que recibe la Sedena contrasta con el de otras dependencias responsables del bienestar social (El Financiero, 2021).

Desde los terrenos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que han argumentado de manera reiterada la importancia de la relación entre seguridad y desarrollo y de manera más puntual han buscado que el desarme sea visto como un vehículo para el desarrollo, hay planteamientos en distintos momentos en el tiempo. Entre ellos figuran los Informes al Secretario General de 1977 y 1978; las reflexiones de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) de 1978; las resoluciones A/37/386 y A/43/368 de la Asamblea General de 1983 y 1986, respectivamente, etcétera. El tema ha persistido y de él se han ocupado también destacadas instituciones y think tanks, como, por ejemplo, el Instituto Internacional de Estocolmo de Investigación para la Paz (Sipri), el Instituto de Investigación para la Paz de Oslo (PRIO), el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), la Universidad de Uppsala, el International Peace Bureau, el equipo ginebrino responsable del Small Arms Survey, etcétera. Con todo, el tema, si bien debatido, no ha logrado transformarse en directrices sólidas en la agenda internacional.

 

Mapa 1.

Al respecto, Elizabeth Minor considera que este tópico ha sido deliberadamente marginado en organismos y en los debates internacionales, debido a que los gobiernos y la sociedad civil de los países de bajos ingresos se encuentran subrepresentados en dichos foros. Minor señala que es poco probable que los países de bajos ingresos sean grandes productores de armamento (véase el Gráfico 2), pese a lo cual son adversamente afectados por los flujos de armas a sus territorios, pero no pueden hacer que sus voces y problemáticas se escuchen ni transmitan el mensaje a la comunidad internacional[2]. Una parte importante de los territorios afectados por la violencia y los conflictos armados son países de bajos ingresos (véase el Mapa 1) y, por ejemplo, el impacto de las minas antipersona y las municiones en racimo en sus territorios es devastador (Minor, abril de 2016, p. 2). La comunidad internacional suele apoyar medidas de mitigación paliativas, como la asistencia alimentaria, la ayuda a refugiados y a sectores vulnerables como mujeres y niños, pero todo ello tiene una temporalidad y, generalmente, cuando amaina la crisis, afloran otros temas y se deja de lado la problemática que enfrentan esas naciones para las que la violencia es estructural y requeriría enfoques preventivos, multidimensionales, sostenidos y no solo reactivos.

 

3. BREVE CRONOLOGÍA SOBRE EL POSICIONAMIENTO DE LAS AGENDAS DE SEGURIDAD Y DESARROLLO DESDE LOS ALBORES DE LA GUERRA FRÍA AL MOMENTO ACTUAL

Tras los horrores de las bombas atómicas arrojadas contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, cronológicamente se considera que la atención puesta en los impactos de la carrera armamentista puso énfasis en las tecnologías nucleares y se centró, en la década de 1950, en los accidentes de centrales nucleares –por ejemplo, el de la central de Chalk River en Ontario, Canadá, donde, en 1952, se produjo el primer percance nuclear de la historia; el de Kyshtym, al sur de los Urales en la URSS en 1957; y el de la central de Windscale de Gran Bretaña, también en 1957 (Hernández, 2011). Para los años sesenta, con el auge de los movimientos de liberación nacional, la atención global viró a temas vinculados con el bienestar y la prosperidad de las naciones recién nacidas a la independencia y, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) proclamó a ese decenio como el del desarrollo. En ese marco nació, por ejemplo, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad) en 1964 y fue creado igualmente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 1965. En los años setenta parecía que seguridad y desarrollo convergían, sobre todo por el impacto de los shocks petroleros en la economía global, aunque el proceso se vio interrumpido en los años ochenta con una carrera armamentista vigorizada, el declive de la URSS y el fin de la guerra fría. Para los años noventa nuevamente los temas de desarrollo parecían aflorar en la forma de cumbres internacionales sobre diversos tópicos de la llamada nueva agendai. e. medio ambiente, infancia, mujeres, asentamientos humanos, desarrollo social, etcétera–. El punto culminante fue el concepto de seguridad humana promovido por el PNUD en 1994, el cual, con un cariz antropocéntrico, se proponía liberar a las personas del temor y de las necesidades y garantizar una vida con dignidad (PNUD, 1994). Fue en 1997, en el marco de la negociación de la convención para eliminar las minas antipersona, que el tema de los impactos humanitarios de este sistema de armamento afloró, sentando las bases para que se transformara en una consideración ineludible en negociaciones subsecuentes de desarme. Para decirlo de otra manera: el gran cambio en el posicionamiento de las agendas de seguridad y desarrollo en los tiempos de la guerra fría frente al momento actual es que la atención viró del estatocentrismo al antropocentrismo.

En el nuevo siglo, sin embargo, la seguridad dura se empoderó en la agenda global con motivo de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra EE. UU. La atención que había venido recibiendo el desarrollo y, sobre todo, la seguridad humana, decayó a la luz de políticas contraterroristas que privilegiaron la militarización, las actividades de inteligencia y contrainteligencia, la vigilancia de las fronteras y las personas y la suspensión de las garantías individuales en el nombre de la seguridad (Legler, 2003, p. 165). Los objetivos de desarrollo del milenio (ODM), lanzados en 2000, quedaron a mitad del camino y por ello se decidió plantear nuevas metas en 2015, a partir de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS), que se esperaría concretar en 2030 (Naciones Unidas Bolivia, s. f.). Por cierto, es en los ODS, específicamente en el número 16, que se aborda tímidamente la relación entre seguridad y desarrollo cuando se expone la importancia de la construcción de sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible facilitando a las personas el acceso a la justicia y mediante instituciones que rindan cuentas.

En 2008 se suscribió la convención contra las municiones en racimo, en tanto en 2013 vio la luz el compromiso internacional contra el comercio de armas, y, de manera más reciente (2017), se logró la suscripción de un tratado jurídicamente vinculante para prohibir las armas nucleares. En todos los casos, los impactos humanitarios de estos sistemas de armamento constituyeron argumentos centrales en su negociación y puesta en marcha.

Este recorrido muestra que, desde la guerra fría hasta hoy, el desarme ha seguido una ruta distante de la agenda de desarrollo, pese a los costos materiales y humanos que entraña no solo la construcción de sistemas de armamento de destrucción en masa y/o convencionales, sino también las consecuencias del empleo de estas armas en el bienestar y progreso sociales. Por tanto, se puede afirmar que es relativamente sencillo que la carrera armamentista se geste, en contraste con los procesos de desarme, los cuales deben seguir un tortuoso camino para convencer a las naciones de su importancia y los beneficios potenciales que conlleva.

Es posible que algunos países perciban que la carrera armamentista produce beneficios especialmente en el corto plazo, en tanto el desarme es solo una promesa que rendirá resultados posiblemente en el largo plazo. Asimismo, los beneficios del desarme tampoco parece que se puedan distribuir de manera equitativa en el seno de las sociedades, mucho menos derivar los llamados dividendos de la paz a la agenda del desarrollo.

Al respecto, un análisis efectuado sobre gasto militar frente al gasto social en España en la segunda mitad del siglo XX reveló que las trayectorias del presupuesto militar y del presupuesto para el bienestar fueron divergentes, con algunas excepciones. En general, el gasto social creció muchas veces más que el militar, si bien se postula que entre los años cincuenta y sesenta podría haber habido implicaciones negativas para el primero, ante la vigorosa inversión en el terreno militar que vivió el país. Lo que resulta más interesante del estudio de referencia es que la instauración de la democracia ha sido un elemento importante para que España disfrutara de un dividendo de la paz, lo que parecería sugerir que la existencia de regímenes autoritarios y democráticos desempeña un rol importante en la relación entre desarme y desarrollo (Jurado Sánchez, 21 de julio de 2016).

 

4. LOS COSTOS DEL DESARME

Con todo, el desarme, a medida que ha progresado en los tratados referidos y otros más, ha probado ser costoso. Ello disminuye la posibilidad de que los recursos que se dejan de canalizar a sistemas de armamento como los descritos, puedan dirigirse directamente al desarrollo. Baste mencionar que desmantelar misiles balísticos, desminar los terrenos, limpiar las zonas contaminadas con municiones en racimo y otros remanentes explosivos de guerra, verificar/certificar –por ejemplo, con inspectores– el cumplimiento de los tratados de desarme, destruir armas como resultado de los procesos de desarme, desmovilización, reinserción y reintegración (DDRR), etcétera, involucra una inversión material y humana considerable. Los costos del desarme incluso han sido invocados por algunos países como justificación para no signar los tratados respectivos, argumentando dificultades financieras para ello –i. e. la limpieza de minas antipersona depositadas por la Unión Soviética en Afganistán durante la intervención militar en ese país–. Un análisis del Comité Internacional de la Cruz Roja explica que mientras que en los años noventa el precio unitario por mina era de 3 dólares, su remoción podía costar entre 200 y 1.000 dólares, a juzgar por las erogaciones efectuadas para el desminado efectuado en Afganistán y Camboya (ICRC, 1996, p. 13). El costo de destruir 28.364 toneladas de armas químicas en Estados Unidos –casi el 90 por ciento de su arsenal– se estima que ha sido de 28 mil millones de dólares –o casi mil millones por 1.000 toneladas– y que el 10 por ciento restante, que se espera eliminar en 2023, implicará una erogación de 10 mil 600 millones para 3.136 toneladas de armas; esto es, 3 mil millones de dólares por cada mil toneladas (Freeman y Alikhan, 16 de septiembre de 2013). Por supuesto que los costos dependen del mecanismo y tecnologías empleados, al igual que de la complejidad del sistema de armamento que se pretende destruir o desmantelar, amén de su ubicación. No es lo mismo limpiar terrenos donde se encuentran minas terrestres antipersona o municiones en racimo sin explotar, dispersas en un radio amplio y que involucran la limpieza de terreno a mano, que stocks de armas químicas en laboratorios a los que se eliminará por incineración y/o procesos de neutralización.

También hay que recordar que los procesos de desarme de diversos tipos de armas existentes, trátese de destrucción en masa, convencionales y/o armas pequeñas y ligeras, no tienen la misma prioridad en la agenda internacional. Las nucleares, químicas y biológicas han reclamado más atención, históricamente, que las convencionales y las pequeñas y ligeras y lo siguen haciendo. Estados Unidos, por ejemplo, ha canalizado 13 mil millones de dólares desde 1992 para que, mediante el Programa Cooperativo de Reducción de Amenazas Nunn-Lugar, las exrepúblicas soviéticas destruyan stocks de armas nucleares, químicas y biológicas que poseen (Freeman y Alikhan, 16 de septiembre de 2013). Ello obedece a que a las armas de destrucción en masa se les concibe como estratégicas. En contraste, las armas convencionales son consideradas tácticas, prácticamente todo terreno, en especial las pequeñas y ligeras, por lo que su destrucción ha sido prioritaria sobre todo en los países en desarrollo. Las primeras tienen un alto perfil político, las segundas no. Estados Unidos brinda cooperación para la atención de víctimas de minas antipersona y para operaciones de desminado, pero si se pone en la balanza a las armas nucleares frente a las minas antipersona, las primeras reciben apoyos cuantiosos para su desmantelamiento. Así, en materia armamentista, las prioridades son claras: los países más avanzados buscan combatir sobre todo las armas de destrucción en masa y ciertas armas convencionales: ello es de especial interés en sus agendas de desarme. En los países del sur, en cambio, agobiados ante diversos conflictos violentos y la delincuencia organizada, las armas pequeñas y ligeras son las que dotan de poder de fuego a los beligerantes y grupos delictivos, y esto ha llevado a que sigan creciendo las víctimas por homicidios con armas de fuego. Un elemento que se debe ponderar en esta ecuación Norte-Sur sobre el desarme es que los principales proveedores de armas a nivel mundial son países desarrollados, como Estados Unidos, Francia, Alemania y Reino Unido. Rusia es el segundo vendedor de armas a nivel mundial. La República Popular China (RP China) ha ido ganando terreno, como se observa en el Gráfico 1. Cabe destacar que tan solo Estados Unidos y Rusia cubren el 57% de las exportaciones globales de armas y que los 10 países que figuran en el Gráfico 1 suman el 90,4 por ciento de las ventas mundiales.

 

Gráfico 1.

 

En el terreno de los mayores compradores de armas en el mundo, es notable que prevalecen los países en desarrollo con la excepción de Australia. En Medio Oriente se encuentran países responsables del 23,6 por ciento de todas las importaciones de armas a nivel mundial. El sur de Asia con India y Pakistán suman 11,2 por ciento del mercado global de adquirentes.

 

Gráfico 2.

 5. DESARME, SALUD PÚBLICA Y DESARROLLO

Una dificultad adicional a la documentación sobre la relación entre desarme y desarrollo reside en cuantificar qué recursos absorbe el gasto militar y si esto implica necesariamente una disminución del presupuesto a favor del desarrollo. Si bien la lógica señalaría que, dado que los recursos de los países son finitos, privilegiar partidas presupuestales en una esfera redundará en una reducción del presupuesto para otras.

La complejidad de este planteamiento tiene que ver, como se explicaba en líneas precedentes, con la dualidad del gasto militar, en particular al mirar a Estados Unidos. Seymour Melman argumentaba, por ejemplo, que, sin el gasto militar, Estados Unidos no habría sido capaz de cubrir los honorarios del 20-30 por ciento de ingenieros y científicos del país, como tampoco habría podido sufragar dos terceras partes del presupuesto para investigación y desarrollo en la era dorada de su expansión, tras la segunda guerra mundial (Melan, 1988). Incluso el argumento parecería seguir siendo válido hoy, a 20 años de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, y en especial considerando que el nacimiento del Departamento de Seguridad de la Patria (Department of Homeland Security), en 2002, ha estado acompañado de nuevas asociaciones con universidades y centros de investigación y desarrollo del país para hacer frente a la amenaza terrorista, incluyendo qué podría emanar del desarrollo de armas de destrucción en masa por parte de actores delincuenciales.

Aquí resulta interesante la comparación entre presupuesto militar y gasto en salud, dado que, al menos en términos nominales, el mundo destina a la salud cuatro veces más recursos de los que eroga para la defensa. En 2020, en plena pandemia provocada por el SARS-CoV-2, el mundo destinó 1,9 billones (trillions) de dólares a la esfera militar. Este es el presupuesto más alto desde 1988, cuando el Sipri estableció una metodología estándar para medirlo. Fue superior en 2,6 por ciento respecto del presupuesto militar de 2019 y 9,3 por ciento mayor que en 2011 (Sipri, abril de 2021). Estas cifras revelan que efectivamente hay un crecimiento sostenido del presupuesto para la defensa, si bien el propio Sipri enfatiza que el año pasado una minoría de países, como Chile y Corea del Sur, efectivamente redujeron erogaciones presupuestales a la defensa para convertirlas en dividendos de la paz en la lucha contra la pandemia (Sipri, abril de 2021).

¿Y el gasto en salud? En 2018 –que es el más reciente para el que se tiene información– las naciones del mundo canalizaron 8,3 billones (trillions) de dólares, equivalentes a 9,85 por ciento del producto mundial bruto (PMB), o bien 1.459 dólares per cápita (WHO, 2020). Para fines comparativos, solamente en ese año el mundo gastó 1,8 billones en defensa, esto es, el 2,6 por ciento del PMB o bien, 239 dólares per cápita (Sipri, abril de 2019). En este sentido, el presupuesto en salud del mundo supera en más de cuatro veces al presupuesto militar. En principio, esto significa que no por destinar recursos a la esfera militar se está dejando de canalizar recursos a la salud. Bien. Sin embargo, una mirada más profunda al gasto en salud revela desafíos que es menester mencionar.

 

Gráfico 3.

Primero, el país que gasta más en salud en el mundo (16,88 por ciento del PIB) es también el que más gasta en defensa (3,74 por ciento del PIB): Estados Unidos. Empero, el sistema de salud de ese país se basa en un modelo liberal y carece de una cobertura sanitaria pública de carácter universal. Si bien existen algunas coberturas mínimas para los sectores de la población más vulnerables, Estados Unidos cuenta con un sistema de salud altamente fragmentado y donde, por ejemplo, las empresas farmacéuticas determinan los precios de los medicamentos sin la intermediación de las autoridades (Fundación Mapfre, 2018, pp. 29-41). Estados Unidos tiene la esperanza de vida más baja y la mortalidad infantil más alta entre los países desarrollados (Rosas, 8 de junio de 2020). Asimismo, que Estados Unidos sea el que más eroga a favor de la salud en el mundo tiene que ver con los altos precios de los medicamentos y de los honorarios médicos, lo que lleva a que las personas contraten seguros médicos, dado que, de otra manera, enfrentar una enfermedad, una cirugía o tratamientos puede llevar a que las familias pierdan sus patrimonios (Andjelic, 2 de agosto de 2019). No se puede dejar de mencionar que Estados Unidos también tiene la tasa de suicidios más alta entre los países desarrollados y que la mitad de ellos en 2018 se perpetró, por cierto, con armas de fuego (American Foundation for Suicide Prevention, 1 de marzo de 2020). Se ha documentado igualmente que muchos suicidios están ligados con el consumo de estupefacientes y con las quiebras financieras (Rosas, 8 de junio de 2020).

En la posguerra fría los homicidios en el mundo han experimentado un dramático incremento. Como se sugería líneas arriba, es probable que ello tenga que ver con el énfasis y la atención que los países más desarrollados prodigan a las armas de destrucción en masa y los grandes sistemas de armas convencionales, frente a las armas pequeñas y ligeras y, sobre todo, las armas de fuego que son las que se emplean en los conflictos armados actualmente, al igual que por parte de la delincuencia organizada y a las que la población tiene acceso con relativa facilidad. Las cifras de homicidios superan a las de las víctimas fatales de los conflictos armados y el terrorismo. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) señala que, en 2017, mientras que los homicidios ascendieron a 464 mil víctimas, las personas que perecieron a causa de los conflictos armados fueron 89 mil, en tanto el terrorismo cobró las vidas de 26 mil individuos (Unodc, 2017, p. 12). Sin embargo, el empoderamiento de que goza la agenda de lucha contra el terrorismo contrasta con la menor importancia que se da a los conflictos armados y a la delincuencia organizada.

 

6. APUNTES SOBRE LA VIOLENCIA Y LA SALUD PÚBLICA

Si bien en la guerra fría la violencia y los homicidios no eran temas que gozaran ni de la visibilidad ni tampoco de la atención que tienen en la actualidad, en 1966, justo en esa década del desarrollo así proclamada por la ONU, la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció que la violencia era uno de los principales problemas para la salud pública. A fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, el tema empezó a perfilarse en la agenda de la salud (Zunino; Spinelli y Alazraqui, 2006). Sin embargo, no fue sino hasta el año 2002 cuando la OMS publicaría su primer Informe mundial sobre la violencia y la salud, mismo que entre otros aspectos define el concepto de violencia[3], explica sus causas, tipifica formas y contextos en que se produce, insiste en que es posible prevenirla y sugiere una serie de directrices para hacerle frente desde los terrenos de la salud pública. Entre las recomendaciones del informe figuran planes nacionales para prevenir la violencia; mejorar la recolección de la información sobre la violencia; investigar las causas, costos, y la prevención de la violencia; postula la promoción de respuestas de prevención primaria; el apoyo a las víctimas; la promoción de la equidad social y el fomento de la prevención en las políticas sociales y educativas; estimular el intercambio de información sobre el particular; vigilar y promover el cumplimiento de los tratados internacionales y otros mecanismos para la protección de los derechos humanos; y buscar respuestas ante el tráfico mundial de drogas y de armas (Organización Mundial de la Salud, 2002, pp. 9-11).

Es de destacar que han transcurrido casi 20 años desde que fue dado a conocer ese informe, sin que la OMS haya producido otras reflexiones específicas en la materia. Llama igualmente la atención que, si bien menciona algunas medidas que se deben adoptar contra el tráfico de armas, no hay una mención puntual al desarme como un instrumento que beneficie a la salud pública. Desde ese ámbito se ha señalado lo limitado que es mirar a la violencia como un acto violento y no en su dimensión y contexto sociales. A menudo la violencia favorece la estigmatización y la criminalización de la pobreza. Por ejemplo, los países combaten el tráfico ilícito de estupefacientes y tratan de frenar el flujo, también ilícito, de armas de fuego. Con todo, los esfuerzos efectuados para la prevención de la violencia, del consumo de estupefacientes y para desarrollar políticas educativas y de rehabilitación ante las adicciones, no reciben ni los recursos materiales ni la atención requerida de parte de las autoridades. Las acciones son reactivas y remediales, no preventivas ni tampoco con un enfoque de la gestión integral del riesgo (Alvear Galindo, mayo-agosto de 2018, pp. 125-135).

 

Gráfico 4.

 

Por largo tiempo, la violencia ha sido vista como un problema de la agenda de seguridad pública o de la seguridad nacional –e incluso internacional– y no ha sido sino hasta recientemente que se le reconoce por parte de las entidades responsables de la salud como un tema en el que pueden incidir positivamente. Otro tanto ocurre con un tipo de violencia donde las armas de fuego desempeñan un rol fundamental: los homicidios. Al respecto, se reconoce por organismos especializados como el Small Arms Survey que es menester contar con información más precisa, puesto que se sabe que solo una pequeña proporción de las muertes con violencia pueden atribuirse a las armas de fuego. Hasta ahora se tiene la información de que, en el mundo, alrededor de cuatro de cada 10 muertes violentas son perpetradas con armas de fuego. En 2018 se estima que 223.000 muertes violentas pueden ser atribuidas a heridas provocadas por las armas de fuego, lo que significa una proporción de 2,93 muertes relacionadas con estos sistemas de armamento por cada 100.000 habitantes (Hideg y Alvazzi del Frate, febrero de 2021, p. 9).

Ahora bien: conviene destacar la importancia de la inter, trans y multidisciplinariedad para abordar la problemática de la violencia. Por ejemplo, si a la violencia se le mira solo desde la salud pública, el enfoque se centra en la víctima, en la atención de las lesiones que tiene y en proteger su vida. Las ciencias del comportamiento buscan conocer al agresor, sus motivaciones, contextos y maneras de actuar, esto para anticiparse a nuevas agresiones. Las legislaciones, por su parte, criminalizan a la violencia y plantean castigos contra el agresor, a partir de la gravedad del acto violento perpetrado. Por lo tanto, la violencia puede considerarse accidental, deliberada y homicida o perpetrada por otras razones (Informe del Taller de Cali, 1996). Estas visiones requieren una interacción constante para contextualizar la problemática y mirarla más allá de una visión criminalizada o de la seguridad alejada del desarrollo. Si se considera que hay más de mil millones de armas de fuego en el mundo (Small Arms Survey, 2018) de las que la mayor parte están en manos de civiles, el potencial que tienen para coadyuvar a la violencia, los homicidios, el suicidio y otras patologías sociales es cada vez más alto. Este escenario reclamaría políticas de desarme dirigidas específicamente a la despistolización o bien, el desarme de las sociedades. Sin embargo, el desafío es complejo dado que conviven derechos constitucionales a la posesión de armas de fuego –i. e. Estados Unidos– con una creciente sensación de inseguridad de parte de las sociedades –i. e. América Latina–.

La falta de estudio de la violencia y sus consecuencias para la salud pública coadyuva a la marginación de esta problemática. En Estados Unidos los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades (CDC) han buscado, en distintos momentos, estudiar la problemática de la violencia con armas de fuego por ser esta la segunda causa de defunción entre los jóvenes estadunidenses. A mediados de los años noventa, cuando la CDC se pronunció al respecto, se topó con un Congreso republicano que le restó recursos en la misma proporción del capital invertido para documentar la relación entre la posesión de las armas de fuego y los homicidios (Bloomberg, 2021).

Sin embargo, los fondos asignados para la investigación y la visibilización de este problema son irrisorios: entre 1998 y 2012 las investigaciones sobre estos tópicos vivieron una merma del 64 por ciento en términos presupuestales. Estados Unidos destinó apenas 12 millones de dólares entre 2007 y 2018 (Bloomberg, 2021). Ello se explica por la politización del tema y el lobby de la poderosa National Rifle Association (NRA). Es un aliciente, sin embargo, que la actual directora de los CDC haya declarado recientemente que la violencia con armas de fuego es una grave amenaza a la salud pública, buscando con ello elevar el interés en torno a un problema que anualmente le cuesta a Estados Unidos 30 mil defunciones (Bloomberg, 2021) que, como se es sabido, son prevenibles.

 

CONSIDERACIONES FINALES

A lo largo del presente análisis se ha analizado el inacabado debate en torno al desarme y el desarrollo, mostrando los fundamentos teóricos del mismo y lo complejo –y necesario– que son las mediciones que permitan documentar de manera más fidedigna cuánto gastan las sociedades en la esfera militar, cuanto en el desarrollo y cómo se emplean esos recursos. El mundo eroga recursos para la salud cuatro veces más que en la esfera militar, pero eso no significa que las naciones del mundo tengan un acceso equitativo a atención médica, vacunas y otros servicios de salud esenciales. Incluso Estados Unidos, que es el país que más presupuesto destina a la salud en el mundo, posee un sistema de salud deficiente, excluyente y con malos resultados tanto en la esperanza de vida como en la mortalidad infantil de su sociedad.

Los esfuerzos desarrollados en materia de desarme, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX al día de hoy, han privilegiado el desmantelamiento de armas de destrucción en masa –i. e. nucleares, químicas y biológicas– dejando de lado, con la excepción de las minas antipersona y las municiones en racimo, a las armas pequeñas y ligeras y, sobre todo, a las armas de fuego, que son las más empleadas en los conflictos armados, en actos violentos y en la comisión de daño autoinfligido, como el suicidio. El escaso empoderamiento de la agenda de desarme respecto de los sistemas de armamento que más golpean a los países en desarrollo obedece no solo a que el tema es marginal para los países más desarrollados, sino también porque los países de bajos ingresos carecen de los recursos para lograr que su voz se escuche en los foros respectivos. Ellos son los mercados principales para las armas pequeñas y ligeras; ellos son los que han visto inutilizadas sus actividades cotidianas por remanentes explosivos de guerra; ellos son los que menos recursos poseen para ponerse de pie tras conflictos violentos y resarcir el daño que han experimentado sus sociedades. Sin embargo, carecen de la influencia política para visibilizar esta problemática.

A pesar de que todos los sistemas de armamento, de destrucción en masa y convencional impactan en la salud pública, han sido las armas nucleares, químicas y biológicas las que más atención han recibido por parte de la comunidad internacional y científico-médica. Respecto de las armas convencionales, en particular las pequeñas y ligeras y las armas de fuego que tantas víctimas fatales y heridos generan, la salud pública ha tenido tímidos acercamientos y es hasta recientemente que manifiesta un mayor interés en incidir en propuestas ante estos desafíos.

En el presente análisis se ha insistido en la importancia de impulsar el entendimiento de la problemática del desarme, del desarrollo y de la salud con una visión inter, trans y multidisciplinaria. Si bien los enfoques que favorecen a la seguridad pública y/o nacional y a la criminalización son entendibles, ello no se ha traducido en los mejores resultados. Los homicidios perpetrados con armas de fuego son una causa importante de defunciones y lesiones en todo el mundo y se trata de eventos prevenibles. En este sentido, el empoderamiento que han suscitado las convenciones internacionales sobre las minas antipersona, las municiones en racimo, el tratado sobre el comercio de armas y el tratado para prohibir las armas nucleares de cara a los efectos humanitarios de estos sistemas de armamento, debería retomarse en la proscripción de armas que la sociedad tiene más a la mano por su proliferación y accesibilidad y por las terribles consecuencias que tienen para la salud de las personas. Es deseable que se desarrollen más estudios con datos duros para, así, contar con información cualitativa sobre la relación entre sistemas de armamento como las armas de fuego y los homicidios y lesiones, con el objetivo de contribuir al desarrollo de políticas públicas en materia de prevención y sensibilización de las sociedades. En ello ciertamente sería deseable contar con una visión desde la seguridad humana que busque sí, liberar a las personas del temor (seguridad), pero también de las necesidades (desarrollo) para vivir en dignidad.

 

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[1]Doctora en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Especialista en Epidemiología por la Facultad de Medicina de la misma institución. Maestra en Paz y Resolución de Conflictos por la Universidad de Uppsala, Suecia. Presidenta del Centro de Análisis e Investigación sobre Paz, Seguridad y Desarrollo Olof Palme A. C. El presente artículo forma parte de los trabajos efectuados en el marco del proyecto de investigación Papiit IN307221, denominado: Del SARS a la COVID-19: la seguridad internacional frente a las emergencias sanitarias, auspiciado por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (Dgapa) de la UNAM para el período 2021-2023. Correo electrónico: mcrosas@unam.mx. Código ORCID: 0000-0001-9230-8502.

 

[2] Este no es un problema exclusivo de las negociaciones en materia de desarme. Los países en desarrollo enfrentan dificultades financieras para poder pagar representaciones en diversos foros en los que se negocian compromisos que les conciernen y afectan, como la Organización Mundial del Comercio (OMC), asentada en Ginebra. Numerosos países en desarrollo no pueden pagar el costo de una representación permanente en Ginebra ante este organismo (Rosas, 2003). Eric Neumayer observa que el problema de la representación diplomática refleja y contribuye a un mundo de Estados-naciones donde los aspectos dominantes son las distancias geográficas, las divisiones ideológicas y las desigualdades en los terrenos del poder que cada actor posee (Neumeyer, 2008, pp. 228-236). Inclusive la diplomacia virtual, considerada como una opción para sortear presupuestos reducidos en las cancillerías de los países, enfrenta, en aquellos menos desarrollados, varias dificultades, entre otras, que hay temas sensibles que necesariamente demandan una negociación presencial, amén de que la diplomacia digital reposa en infraestructura como ancho de banda, desarrollo de las telecomunicaciones, alfabetización digital, etcétera, que no son recursos distribuidos equitativamente en el mundo.

[3] En este informe la OMS caracteriza a la violencia como “el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones” (Organización Mundial de la salud, SE DEBEN ENTREGAR DATOS ESPECÍFICOS, 3).