RESUMEN
La movilización motivada por demandas originadas en la base social, ocurridas en Chile en las últimas dos décadas, permite sustentar diversas visiones sobre el rol dinamizador que estas manifestaciones colectivas ejercen, los intereses que mantienen, así como también las repercusiones teóricas y prácticas que se generan sobre esta nueva forma de construcción de ciudadanía. El presente trabajo aborda algunos elementos sobre este tema, relacionando cambios y continuidades entre la experiencia del Poder Popular y los nuevos movimientos sociales.
ABSTRACT
The mobilization motivated by demands originated in the social base, which occurred in Chile in the last two decades, allows to sustain diverse visions about the dynamizing role that these collective manifestations exert, the interests that they maintain, as well as the theoretical and practical repercussions that are generated on this new way of building citizenship This work addresses some elements on this subject relating changes and continuities between what happened in the experience of Popular Power with that of the new social movements.
INTRODUCCIÓN
Los movimientos sociales en muchas ocasiones se han homologado a los procesos de movilización de agrupaciones obreras y campesinas, lo que implica directamente una inconsistencia en cuanto a los elementos definitorios, pues con esta relación no se describen ni genética ni procesualmente. Incluso, en la actualidad, se verifica el uso de esta designación para asociar expresiones públicas que adquieren las agrupaciones feministas, juveniles, estudiantiles, indigenistas, de minorías sexuales, etc., todo lo cual tiende a dispersar aún más el radio de significación que debiera adquirir esta denominación.
La expresión nuevos movimientos sociales se fue instalando en el lenguaje académico a medida que sectores sociales no hegemónicos, en Europa occidental y Norteamérica, a contar de la década de 1960, fueron desarrollando acciones colectivas en pos de hacer visible su sentir sobre los asuntos públicos, manifestaciones que fueron convertidas en objeto de estudio por parte de las ciencias sociales en la década siguiente (Laraña, 1999).
Paralelamente, el fervor revolucionario latinoamericano posibilitaba que algunos movimientos asumieran el concepto de vanguardia; es decir, pequeñas agrupaciones elegidas conducían a las masas en el proceso de asalto contra el poder y el aparato estatal. A modo de ejemplo, Ernesto Guevara, en su publicación El Cuadro, columna vertebral de la Revolución, aparecido en la revista Cuba Socialista en septiembre de 1962, indicaba que para llevar a cabo la revolución era preciso contar con una organización de cuadros; es decir, militantes con un nivel de desarrollo político e ideológico que les permitiera interpretar las orientaciones emanadas de la vanguardia revolucionaria, hacerlas suyas y transmitirlas a las masas para que estas las concretizaran en acciones políticas directas.
En consecuencia, en este contexto de anhelos de transformación social, de carácter paternalista, en el que, según el concepto liberal decimonónico, el Estado debería ser el encargado de prestar asistencia y ayuda a la población para superar las tensiones y alcanzar el bienestar común, surgieron nuevas concepciones en torno al acontecer social.
Para el caso de Chile, las expresiones colectivas originadas en la base social alcanzaron gran notoriedad durante la experiencia política del gobierno de la Unidad Popular, cuando los anhelos de democratización y participación se materializaron en diversas formas de asociatividad, diferentes a las ya establecidas, configurando un fenómeno que fue conocido como Poder Popular.
En las últimas dos décadas, el incremento de las demandas de participación por parte de diversos sectores de la ciudadanía permite preguntarse acerca de si es posible establecer una analogía, tanto en su forma como en su contenido, entre lo ocurrido a comienzos de la década de 1970 y el desarrollo de las expresiones ciudadanas colectivas del último tiempo.
En términos procedimentales, se propone establecer la relación entre un marco de síntesis teórico y un examen desde el punto de vista histórico para realizar una breve aproximación comparativa entre los propósitos de la experiencia del Poder Popular y aquellos contenidos en las acciones de los nuevos movimientos sociales.
En términos de estructura, la problemática ya señalada será abordada mediante el desarrollo de un objetivo general: comprender la persistencia temporal de la demanda de una construcción democrática de base con poder no delegado, sino como herramienta fundamental de la participación ciudadana. Para lograr lo anterior se plantean tres objetivos específicos que servirán de estructura para las tres secciones principales de este trabajo, a saber: primero, identificar diversas categorías teóricas con los que se ha tratado el tema de los movimientos sociales.; segundo, distinguir y analizar la experiencia del Poder Popular en Chile; tercero, reconocer las características contenidas en la asociatividad de los nuevos movimientos sociales chilenos.
1. MOVIMIENTOS, INDIVIDUOS Y ACTORES SOCIALES
Una concepción predominante en los analistas políticos contemporáneos respecto del Estado, deriva de la concepción weberiana que lo caracteriza como “una relación de dominación de hombres sobre hombres, basada en el uso de la violencia legítima” (Weber, 2001, p. 95).
Como un ejemplo de lo anterior, se puede recordar al movimiento de lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos de América, el que, si bien puede entenderse como único desde el punto de vista de la crítica al racismo predominante, fue absolutamente variado y múltiple en cuanto a las colectividades participantes (Laraña, 1999).
Este movimiento procuraba alcanzar una igualdad jurídica dentro del Estado norteamericano para aquellos que no la tenían, por lo que desde el punto de vista del poder no constituía una gran amenaza vital, pues se contradecía en lo fundamental el sustento social. Sin embargo, venía a subvertir las normas de convivencia. Lo novedoso de este tipo de movimiento fue que las acciones de masas tendieron a reemplazar las acciones legales tradicionales, provocando una ruptura en los dispositivos de disciplinamiento implementados en aquel país.
De igual manera ocurrió con las agrupaciones que protestaron contra la participación estadounidense en la Guerra de Vietnam, más específicamente contra las determinaciones adoptadas por el gobierno de Estados Unidos. En ambos casos, no primó en ningún sentido la teoría socialista revolucionaria, en cualquiera de sus versiones, sino, por el contrario, las prácticas sociales de descontento que configuraron una dinámica relacionada con situaciones precisas que potenciaron la identidad grupal de los involucrados.
Conjeturando desde la sociología, Charles Tilly observa que el movimiento social es el resultado de la conjunción de tres variables en forma sincrónica, a saber: el esfuerzo de la base social por trasladar en forma directa a las autoridades pertinentes las reivindicaciones colectivas sin mediación de agentes intermedios; el uso combinado de acciones sociales de masas con contenido político como marchas, mítines, uso de propaganda, declaraciones, etc.; manifestaciones públicas de unidad y compromiso con las demandas de parte de los actores involucrados (Tilly y Wood, 2010).
En la visibilidad de los movimientos sociales, se pueden distinguir de otras formas de conducta y actitudes colectivas que frecuentemente se expresan como manifestación de masas por el nivel de organización y coordinación interna; por el intento deliberado de cambiar o modificar el estado actual del orden social; y como proyección relativamente duradera en el tiempo.
En consecuencia, considerando la realidad temporal y espacial en que se producen, se puede observar que movimientos con apariencias similares pueden tener concreciones muy diversas dependiendo de los contextos socioculturales en que se gesten. Al respecto, un ejemplo de esta aparente relación de unidad y diversidad entre los movimientos sociales lo constituye la emergencia de diversos movimientos indigenistas en América Latina, los que, si bien comparten algunos elementos comunes, presentan diferencias establecidas desde la localidad que hacen que, sobre la base de la heterogeneidad existente, no tengan mucha relación entre ellos.
Es importante destacar que no siempre la promoción de acciones sociales tiende a proyectar una modificación radical del orden establecido por medio de innovaciones institucionales, sino que muchas veces las conductas de ciertos movimientos obedecen al interés de preservar ciertos elementos sociales. Tal fue el caso del movimiento de Los Cristeros que, desarrollado entre 1926 y 1929, durante el gobierno de Plutarco Elías Calles, sin duda fue motivado principalmente por el control que pretendía efectuar el Estado sobre el culto religioso católico.
Ahora bien, el debate acerca de los movimientos sociales continúa conservando, en la actualidad, la misma intensidad que antaño acerca de su conceptualización, por lo que han debido precisarse los términos utilizados con frecuencia para ahondar de mejor manera en el análisis de la realidad observada.
Adquiere pleno sentido, entonces, la reflexión realizada en una convulsionada década de 1980, que indicaba que “quizás sea la hora de repensar los movimientos sociales desde otra perspectiva: no se trataría solamente de nuevas formas de hacer política, sino de nuevas formas de relaciones y de organización social; lo que se estaría transformando o engendrando es una sociedad, más que una política nueva” (Calderón y Jelin, 1987, p. 177). De esa forma, lo que cabe comprender no es la referencia ideológica a la que responden los movimientos sociales, sino más bien su consistencia interna para observar las nuevas formas que adquieren las relaciones sociales y, por tanto, la representación social de la realidad.
Una categoría fundamental para comprender lo anteriormente señalado es la de individuo social con la que ya Marx se refería al protagonista de la transformación radical de la realidad, pues en sí mismo contendría todas las contradicciones antagónicas del sistema social, las que solo se podrían resolver con una liberación revolucionaria al modificar el escenario material en que se desarrolla (Marx, 1972). El individuo, por tanto, es poseedor de una subjetividad que permite diferenciarlo de los demás componentes, grupos primario y secundario en los que participa. Por definición, en esencia, representa la particularidad opuesta a la universalidad generalista.
El problema de la colectividad, en tanto que tal, adquiere una dimensión nueva, pues el ideal que se encuentra como premisa axiomática de este tipo de discurso establece que los individuos al entrar en contacto con lo colectivo, pueden desarrollar sus potencialidades de manera plena, lo que equivale a decir contemporáneamente que en la medida en que cada individuo asuma su propio discurso, en propiedad, logrará poseer la libertad necesaria para construirse a sí mismo en relación con los demás.
Desde el colectivismo metodológico de la visión marxista de la sociedad, el individuo social, entonces, no constituiría la causa primera del devenir histórico, sino más bien el elemento central de la creación colectiva denominada clase, y sería la contradicción de clases lo que posibilita el movimiento de las subjetividades que enriquece las miradas colectivas y suscita de manera socializada las pertenencias y las identidades grupales, convirtiendo a las clases en protagonistas de su propia historia.
El individuo adquiere, desde esta posición, un valor histórico en tanto efectúa un aporte nivelador al colectivo del que forma parte, pues en solitario posee variadas limitantes que imposibilitan una transformación social concreta y trascendente. En este sentido es que se entiende a los líderes sociales surgidos de las organizaciones populares.
Otro de los términos que se acostumbra a involucrar en el análisis social es el de actor social. Esta categoría se vincula, de cierta manera, con el individualismo metodológico weberiano, en tanto que un actor puede ser un individuo, un grupo, un colectivo o, más contemporáneamente, una red. Pero, fundamentalmente, el actor se define por su posición o el espacio que ocupa dentro de la sociedad, en la medida en que es generador y receptor de múltiples relaciones sociales, por lo que el análisis del movimiento social no puede quedar reducido solo a las relaciones de clases.
Es así como la identidad y los proyectos de futuro desempeñan un papel muy importante en la configuración de los actores sociales, pues el autorreconocimiento tiende a generar una representación grupal sobre el mundo y a establecer un discurso político que puede ser legitimador o contestatario respecto del ejercicio del poder; más aún, puede determinar incluso que el actor postule y defienda una visión particular del funcionamiento social, movilizando las potencialidades que entrega el entorno para la consecución de un objetivo determinado.
De esta manera, las manifestaciones guiadas por actores sociales están mediatizadas por las interpretaciones que desarrollan sobre la realidad circundante, en las que se involucran las expectativas sobre lo posible, lo deseable y lo realizable, todo lo cual conduce al diseño y fortalecimiento de conductas estratégicas que se expresan fundamentalmente en acciones colectivas que, al perdurar, se transforman en prácticas sociales que pueden resultar adaptativas y tendientes a conservar el orden existente, o bien innovativas y transformadoras.
Cabe precisar que, desde la comprensión teórica, las acciones colectivas poseen un carácter dinámico producto de que involucran a diferentes individuos y actores en defensa de intereses comunes, motivando el desarrollo de procesos de identificación grupal por medio de la articulación de demandas sociales que otorgan sentido identitario (Neveu, 2002). Dichas acciones estarían caracterizadas, entre otros elementos, por la estructura y organización informal de sus participantes y por la percepción de la movilización como un medio de influencia sobre el poder.
Como ejemplo de este tipo de prácticas sociales, podemos señalar la experiencia de las ollas comunes en diversos sectores poblacionales desposeídos de Chile en los años de crisis social en la década de 1980, cuando, en un contexto de neoliberalización del Estado, comenzó a aparecer una lógica comunitaria de sobrevivencia que sugería la existencia de un grupo autorreconocido en la homogeneidad de su precariedad y que, sobre la base del establecimiento de lazos de solidaridad activa, pudieron efectuar una suerte de resistencia al discurso destructivo y marginador imperante.
Cabe observar que, si bien en distintos momentos de la historia de Chile existieron diversas situaciones que suscitaron la organización de ollas comunes, tales como huelgas o crisis económicas, la diferencia con lo ocurrido durante la dictadura encabezada por Augusto Pinochet adquirió características singulares en el período señalado debido a un contexto histórico de gran empobrecimiento e intensa represión (Hardy, 1986).
De igual manera, pudiera ser examinado el fenómeno de los diversos comités de cesantes y allegados, los que en su momento representaron una fuerza social y reivindicativa de gran repercusión política en el acontecer nacional. A pesar de la distancia temporal, la experiencia de esos años encuentra eco, aunque de manera confusa y retorcida, en las organizaciones populares que surgieron hacia finales del período presidencial de Ricardo Lagos Escobar (2000-2006), en algunas localidades de la Región del Biobío, particularmente en Talcahuano y San Pedro de la Paz, como resultado de la aplicación de las estrategias de crecimiento económico regional cuya implementación no consideró la relación entre empresa y sociedad.
Cabe recordar que, para hacer frente al déficit habitacional, el gobierno había impulsado el Fondo Concursable para Proyectos Habitacionales Solidarios, para lo cual era requisito que los postulantes se agrupasen y, junto a una entidad organizadora, desarrollasen un proyecto habitacional (Ravinet, 2004). Sin embargo, esta medida gubernamental no logró dar satisfacción al conjunto de los necesitados.
Resulta válido, entonces, recordar que “este actor social tiene la vocación de influir sobre su destino, de transformar la vida social en la cual está inserto” (Salazar y Pinto, 1999, p. 93). De esta manera, en el devenir histórico chileno los sujetos sociales, en tanto actores, han logrado superponerse a las realidades discursivas impulsadas por los administradores del poder estatal, siendo capaces de establecer canales y cursos de acción que les son propios.
Es posible apreciar que el modo clásico de tratar a los movimientos sociales, como expresión práctica de la lucha de la clase obrera, resulta desde un punto de vista teórico algo insuficiente en cuanto a su claridad conceptual.
La actual elite política dirigente en Chile se esforzó, particularmente durante el primer gobierno de Michelle Bachelet Jeria, en aclarar el concepto fundamental que permitía sostener y legitimar su accionar político frente a las demandas sociales, cual era el de democracia participativa. Así, por ejemplo, el Partido Socialista de Chile logró establecer como propuesta para el debate de su XXIX Congreso, en julio del año 2011, el tema de la democracia participativa al reconocer que la gente pedía más participación en las decisiones y control de los Estados.
Bajo esta categoría, en el discurso de la élite política se justificó la participación electoral al mismo tiempo que se pretendió, de manera razonable y atractiva, generar la imagen seductora de la participación ciudadana dentro de la gestión estatal, la que bajo una supuesta transparencia permitiría acoger las demandas sociales y buscar la mejor forma posible de satisfacción. No obstante, el ciudadano no apareció en la gestión de sus propias soluciones, sino, por el contrario, más bien constituyó un recurso ficcional que desvió la atención de los fundamentos específicos de las demandas de la base social.
Probablemente, detrás de estos procederes se encuentre aún el desconocimiento sobre las dinámicas de los movimientos sociales que subvierten y atentan contra lo normalmente establecido, tal y como ocurrió con las prácticas de Poder Popular hace ya más de 45 años, dado que históricamente la sociedad civil no fue llamada a cumplir un rol activo en la construcción de la democracia después del término de la dictadura.
Al respecto, el analista político Patricio Navia expresó en La Tercera el 1 de julio de 2006, la necesidad que tenía el gobierno de entonces de alejarse del “fantasma del Poder Popular” pues este constituía un verdadero menosprecio y consituiría un grave error de la izquierda volver a considerar como válida esta experiencia. Estas aseveraciones fueron realizadas en un contexto de creciente movilización de estudiantes secundarios que fue conocida popularmente a través de los medios de prensa como revolución pingüina y que tuvo gran impacto en la opinión pública.
1.1. El Poder Popular: una práctica autoconstruida
Si asumimos que el poder es una realidad propia de las relaciones humanas, sobre todo al ser estas tanto sociales como políticas, en concordancia, el poder se construye en la medida que se construyen los sujetos, por lo que crear poder popular involucra crear nuevas relaciones humanas, nuevas relaciones sociales y, en consecuencia, nuevas relaciones políticas.
Para construir una reflexión sobre el Poder Popular, resulta pertinente, en primer lugar, aclarar algunas versiones sobre el concepto de política sobre las cuales se establecerá el análisis de las prácticas antes dichas.
En términos clásicos, la política puede ser concebida como “una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez” (Weber, 1979, p. 178). Este punto de vista permite comprender que dentro de los objetivos de la práctica política perfectamente se puede encontrar la destrucción, neutralización o consolidación de la estructura del poder, los medios y modos de dominación.
Complementariamente, Bobbio, señala que el poder es
la capacidad de obrar, de producir efectos; y puede ser referida ya sea a individuos o seres humanos como a objetos o fenómenos de la naturaleza […] Entendido en sentido específicamente social […] se precisa y se convierte, en la genérica capacidad de obrar, en capacidad del hombre de determinar la conducta del hombre: poder del hombre sobre el hombre. El hombre no es sólo el sujeto sino también el objeto del poder (Bobbio, Mateucci y Pasquino, 2005, 1190).
Si hacemos caso de lo anterior, se puede concebir que la base contextual del ejercicio del poder radica esencialmente en la desigualdad.
Hacia fines de la década de 1960, muchos sectores de opinión y diversas organizaciones sociales y políticas en Chile insistían en hablar de tomar o asaltar el poder y, en función de esas premisas, establecían y desarrollaban sus acciones, como si el poder se encontrase localizado en alguna parte o fuera una condición inmanente de algún cargo o posicionamiento institucionalmente definido. Esta visión se encontraba en el discurso político sostenido por la Unidad Popular durante su campaña electoral.
Luego, ya siendo gobierno y ante la desilusión de no conseguir respuestas a sus demandas urgentes e inmediatas, en diversos sectores de la base social comenzó a adquirir fuerza la idea de construir poder, indicando claramente que la actividad política se concebía como un proceso que va de lo más pequeño a lo más grande, de lo más simple a lo más complejo y desde abajo hacia arriba. De esta manera, la construcción de poder popular implicaba definir qué tipo de dinámicas, de mecanismos, de estructuras debían desarrollarse para que el pueblo terminara imponiendo sus intereses, sus objetivos y su proyecto.
Así, el hacer política verdaderamente transformadora implicaba la disposición a transgredir el orden existente, romper las reglas que estructuraba la sociedad y, en consecuencia, generar nuevas fórmulas de organización y participación social que, en mayor o menor grado, se opondrían a los espacios permitidos por la estructura estatal. Por consiguiente, la construcción del Poder Popular implicaba la destrucción de la hegemonía del poder dominante.
La relación de lo reivindicativo de los sectores populares con la esfera política dominante pasaba necesariamente por el papel desempeñado por organizaciones mediadoras como los sindicatos y los partidos. Sin embargo, como estos últimos no garantizaban la oposición a las formas de dominación imperante y, por tanto, la posibilidad real de emancipación de las condiciones reproductoras de desmedro, se desarrolló la necesidad de ir constituyendo poder desde abajo con la consecuente generación de escenarios de conflicto.
La dificultad del proceso de construcción de poder radicaba en convertir la acción cotidiana en parte de un proceso de concientización política, lo que sin duda generaba autonomización del movimiento social respecto de un mediador, alterando la dinámica de sustentación del orden social.
Ahora bien, el concepto de Poder Popular utilizado en Chile fue difundido durante el gobierno de la Unidad Popular cuando una coalición de partidos con representatividad popular, al hacerse cargo de la administración del Estado, debía enfrentarse a la satisfacción de las demandas populares.
Cuando triunfa la Unidad Popular y Salvador Allende accede al Poder Ejecutivo, “nos encontramos frente a conceptualizaciones del Estado y del Poder, que se inscriben en el horizonte ideológico del leninismo. Así, se conceptualiza al Poder, como un ente físico e institucional, materializado en el Estado y sus aparatos especializados” (Cancino, 1988, p. 121). Esto implicaba que se tratase de un poder apto para ser conquistado mediante una ocupación y un copamiento progresivo hasta culminar con la apropiación total del Estado. Así, solo de esa manera, el poder jurídico lograba convertirse en poder político.
A la distancia, José Cademártori Invernizzi, militante comunista y ministro del gobierno de la Unidad Popular, reflexionó sobre este asunto, afirmando en el Diario El Siglo, el 27 de agosto de 2008, que:
El Poder Popular se concebía como parte integrante y no como antagónico o rival del gobierno popular. El Programa de la UP perseguía establecer los cimientos de una sociedad socialista en democracia; es decir, en consulta y respeto a la voluntad popular. Ni los comunistas ni ningún otro sector dentro de la UP, ni menos Allende, pensaban en imitar el modelo soviético, yugoslavo, cubano o de otro país. Nos basábamos en nuestra historia y nuestras tradiciones.
Consecuentemente con el programa de gobierno, durante la Unidad Popular se estimuló la participación de los diversos sectores sociales en la gestión del país. Así, se desarrollaron los Consejos de Administración y los Comités de Vigilancia de la producción. También se crearon los Consejos Campesinos para canalizar la participación de los campesinos en el proceso de Reforma Agraria, las Juntas de Abastecimiento y Precios para combatir la especulación y el acaparamiento y mejorar la distribución de los productos. Del mismo modo, se desarrolló ampliamente la participación de los pobladores a través de las Juntas de Vecinos, Centros de Madres y organismos culturales. Se generalizaron los trabajos voluntarios entre la juventud, los estudiantes, y también entre los trabajadores, destinándose horas de descanso a tareas productivas o de servicios. Estas eran las expresiones del Poder Popular en su versión oficial.
Sin embargo, poco tiempo después de haber asumido la Unidad Popular la administración del Estado, el concepto de Poder Popular cobró una connotación muy distinta al interior de la coalición gobernante, en un sector del Partido Socialista, en el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria), en la Izquierda Cristiana y, particularmente, se hizo llamativa en los planteamientos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que, desde fuera de la Unidad Popular, cuestionaba el rol desempeñado por el Estado en este proceso, planteando una estrategia alternativa y privilegiando el ejercicio directo del poder por parte de la población.
El tema del poder se planteaba desde estos sectores más radicalizados como una especie de contrapoder (Negri, 2004), es decir una mera resistencia al marco jurídico institucional vigente, el que según el diagnóstico solo favorecía al mantenimiento de la dominación de clase por parte de los sectores oligárquicos chilenos, por lo que se asumía correcta la actitud insurreccional en miras a la potencialización del cambio.
En consecuencia, el término Poder Popular planteaba una redefinición conceptual y práctica de la democracia, ya que los sectores populares organizados eran los que realizarían un ejercicio directo de ella, en oposición al modelo liberal que planteaba la representatividad como el mecanismo óptimo del funcionamiento político del país.
Detrás de esta concepción se encuentran los principios básicos de la alienación y de la enajenación del producto originado por el esfuerzo del trabajo, pues de manera análoga a la producción de bienes y servicios, la democracia representativa enajenaba al sujeto de su responsabilidad política, anulando su capacidad de acción al no mantener una relación directa con el poder gestado a partir del ejercicio de su voluntad.
El propósito de desarrollar el Poder Popular, entonces, consistía en generar una revolución desde la base y no desde la superestructura, vale decir una transformación protagonizada y dirigida por los propios sectores populares, más que por los partidos políticos que se arrogaban su representación (Pinto, 2005).
Este tipo de práctica de autogestión no habría sido repentina ni desconocida en los sectores populares chilenos, pues, por el contrario, encuentra su antecedente inmediato en las tomas de terrenos y organización de campamentos llevados a cabo desde fines de la década de 1950 (Salazar y Pinto, 1999).
Un ejemplo de lo anterior lo constituyó la acción de toma de terreno, el 8 de mayo de 1970, por parte de un grupo de más de 400 familias, en el fundo San Miguel, en Talcahuano, de propiedad de Carlos Macera Dellarossa, lo que dio origen al campamento Lenin, el que se convirtió en un fuerte foco de agitación poblacional durante el gobierno de la Unidad Popular, reconocido incluso por la prensa local.
Cabe mencionar que en las tomas de terreno se gestionaban mecanismos de formación política, de autodefensa y de organización de trabajos comunitarios. Sobre la base de este campamento, más unas organizaciones de trabajadores locales, se postuló la creación del denominado Comando Comunal Asmar.
En el ámbito de la producción, a mediados de 1972, diversas organizaciones de trabajadores ya estaban a cargo de más de mil establecimientos productivos, generando así el concepto de Cordón Industrial. Del mismo modo, en el ámbito rural surgieron Consejos Comunales Campesinos como mecanismos de autogestión, y en el ámbito urbano aparecieron los Comandos Comunales, formados por representantes de sindicatos, cordones industriales, juntas de abastecimiento y precios, juntas de vecinos y otras organizaciones populares.
Esta forma de coordinación alcanzó una gran notoriedad y reflejó una práctica que se estaba generalizando al margen del canónico orden establecido por las disposiciones constitucionales. De esta manera el Secretario General del MIR, Miguel Enríquez Espinosa, se refería a ellas en su discurso pronunciado en el Teatro Caupolicán el 17 de julio de 1973:
Los trabajadores están construyendo en las comunas sus propias instituciones de clase; los Comandos Comunales, órganos del Poder Popular que se fortalece día a día, y lo seguirán haciendo lo acepten o no lo acepten los vacilantes y reclamen lo que reclamen los reaccionarios (Ahumada y Naranjo, 2004, p. 179).
Las anteriores afirmaciones tienen su antecedente inmediato en la convocatoria que, en julio de 1972, realizara el MIR en orden a constituir la Asamblea del Pueblo en Concepción. En dicho evento se retomó la idea contenida en el Programa de la Unidad de que la soberanía nacional debería residir en la Asamblea del Pueblo como órgano superior de poder al interior del Estado, lo que conllevaría a la inclusión masiva de pueblo en la gestión estatal. Se apelaba así a la construcción de órganos de poder en la base social.
Si bien la Unidad Popular había elaborado un programa que contemplaba una serie de transformaciones estructurales, tanto en el Estado como en la sociedad chilena, carecía de una estrategia que le permitiera avanzar hacia la conquista del poder total, pues se encontraba entrampado en el orden jurídico constitucional vigente.
Para dar cuenta de la imposibilidad de dar real solución a las demandas populares, y de la crisis económica que comenzó a desarrollarse en 1972, los administradores del Estado no apelaron al freno que les imponía el marco legal vigente, sino más bien a la serie de desavenencias que existían al interior de los grupos gobernantes. Así, por ejemplo, se argumentó que las causas del estado de situación obedecían a una desinteligencia de haber transado, la Unidad Popular, un marco de legalidad con el Partido Demócrata Cristiano y, a su vez, a la indisposición de seguir buscando acuerdo por parte del Partido Socialista (Corvalán, 2003).
Por otra parte, se percibía que lo ocurrido con la Asamblea del Pueblo era manifestación de una tendencia que consideraba que las posibilidades de cambio estructural y de cumplimiento de las esperanzas populares estaban agotadas, por lo que el gobierno no merecía llamarse revolucionario, sino más bien reformista (Corvalán, 1997).
Para continuar con esta reflexión, es preciso tener en consideración que la lucha política enfrenta creencias y opiniones y, de este modo, llega a su punto más candente cuando se hace ideológica, pues levanta a las masas, toma aspectos románticos y a veces totalitarios, capaces de exaltar las imaginaciones. Pero, en la medida en que se constituye como razón de lucha, no puede triunfar sino por los medios de la potencia política que realicen los grupos en pugna.
Así, en el terreno ideológico, gradualmente comenzó a cuestionarse tanto el rol de los mediadores frente a las transformaciones del Estado, como también la estrategia revolucionaria utilizada para producir un cambio en el orden social existente.
Resulta pertinente considerar que el presidente Allende en más de una oportunidad se había referido al Poder Popular como una construcción desde el Estado. Fue así como en la celebración del día internacional del trabajo de 1971 pronunció un discurso en la Plaza Bulnes declarando que:
Fortalecer el Poder Popular y consolidarlo significa hacer más poderosos los sindicatos con una nueva conciencia, la conciencia de que son un pilar fundamental del Gobierno […] Fortalecer el Poder Popular significa organizar la movilización del pueblo, pero no tan sólo para los eventos electorales; movilizarlo diariamente porque el enfrentamiento de clases se produce todos los días, a todas horas, minuto a minuto. Y hay que tener conciencia de ello (Allende, 1989, p. 67).
Al margen de la discusión de si la Asamblea fue un hito de gran representatividad popular o bien constituyó un hecho que marcó las movilizaciones sociales futuras, sin duda se puso en evidencia la confrontación ideológica existente y, por tanto, se trató de la manifestación de una crisis de autoridad que comenzaba a desarrollarse en el país, lo que implicó que muchas organizaciones de base comenzaran a diseñar caminos autónomos y al margen de las directrices de la Unidad Popular. En tal sentido, se llamó a la defensa de las industrias y los fundos en manos de los trabajadores.
La radicalización de la actividad política y la pugna ideológica derivó en que, entre otras medidas, se promulgara la Ley 17.798 en agosto de 1972. Dicha normativa legal pretendía regular la tenencia de armas y explosivos, por lo que, si bien pretendía conservar el orden público, en la práctica también comenzaba a regular el desarrollo de diversas instancias de Poder Popular alternativo, otorgando facultades de control a las Fuerzas Armadas. Paradojalmente, esta ley generada durante el gobierno de la Unidad Popular va a ser uno de los argumentos legales que va a utilizar la Dictadura encabezada por Augusto Pinochet para neutralizar a miles de opositores e instaurar un verdadero régimen de represión selectiva.
Estas experiencias revelan que se puso en tela de juicio el rol de las denominadas vanguardias revolucionarias y, por lo tanto, la vigencia de la idea de una sociedad de masas que debía ser conducida por un cuerpo privilegiado hacia la consecución de una serie de demandas, las que en última instancia debían ser resueltas por el Estado.
En consecuencia, es posible afirmar que durante la Unidad Popular comenzó a brotar la idea de que los propios sectores sociales son capaces de autogestionarse y encauzar diversos mecanismos de acción con miras a la construcción de soluciones propias y de manera autónoma para sus problemas urgentes.
Tiempo más tarde, al analizar lo ocurrido en el período de la Unidad Popular, se observará que algunos intelectuales optaron por una nueva forma de concebir el poder como una asociación en red, principalmente gracias a la influencia de Foucault cuando afirma que
El poder tiene que ser analizado como algo que circula, o más bien, como algo que no funciona sino en cadena. No está nunca localizado ni allí ni aquí, no está nunca en las manos de algunos, no es un atributo como la riqueza o un bien. El poder funciona, si se ejercita a través de una organización reticular (Foucault, 1979, p. 144).
Así, el Poder Popular puede ser interpretado como algo fuera del Estado y que, al no ser observado debidamente, se descuidó en su configuración y en su correlación con la estrategia encabezada por la Unidad Popular.
1.2. Nuevas demandas, nuevas asociatividades
En la actualidad, ya no es posible concebir de manera general a la democracia como un modelo estático y meramente volitivo que debe ser impuesto por un grupo supuestamente representativo de una mayoría, que ha delegado la responsabilidad de sus actos sobre la base de un criterio de entrega de autoridad a través de un mecanismo electoral. Es así como la formalidad legal y la acción superestructural del Estado tienden a neutralizar las instancias de integración de los procesos sociales y, por lo tanto, a desdibujar la democracia como un proceso histórico de creación constante (Lechner, 2002).
La clásica relación entre demandas sociales y Estado ya no puede ser analizada sobre la base de teorías de sustentación del poder en tanto gobierno, pues los sectores involucrados tienen sus propias dinámicas de existencia y de interrelación.
La vida social contemporánea se sustenta, principalmente, en la conformación de diversos vínculos asociativos que adoptan la forma de redes; es decir, un conjunto de relaciones de carácter informal que difieren notablemente de las establecidas de manera normativa en los grupos y organizaciones socialmente aceptados.
Las redes sociales, entendidas como un conjunto de actores vinculados por una serie de relaciones, se establecen principalmente a través de elementos subjetivos, tales como afectos, amistad, comunión de valores, historias comunes, etc. Todos estos elementos actúan sobre la memoria, permitiendo desarrollar rasgos asociativos e identitarios que operan como espacios virtuales de pertenencia. Así, por ejemplo, es posible acceder a esos mundos a través de diversos rótulos, tales como la generación de los años ochenta, los actores secundarios y las comunidades cristianas de base, entre otros.
Detrás de esta configuración de redes asociativas se halla, además, un discurso de franca participación y de ejercicio libre de los derechos. Quizás ese sea el elemento fundante: la noción de pertenencia a la red, la plena capacidad de autonomía y validez que poseen las personas debido a su accionar; dicho de otro modo, la forma en que dejan de ser parte de la masa y adquieren las características de sujeto.
En este contexto, los nuevos movimientos sociales desarrollados en Chile, como por ejemplo el articulado en el año 2006 por la Asamblea Coordinadora de los Estudiantes Secundarios (ACES), principalmente de Santiago, (Domedel y Peña y Lillo, 2008) o la de los estudiantes universitarios en el año 2011, no contaron con grandes liderazgos permanentes y nacionales ni tampoco con una superestructura reproducida principalmente por organizaciones políticas vanguardistas que orientasen a la masa en su lucha reivindicativa.
El carácter transversal de la movilización logró establecer temas en la agenda política relacionados con el real ejercicio de la ciudadanía. Sobre el desarrollo y los alcances de este movimiento social existen numerosas interpretaciones teóricas provenientes principalmente de la sociología, las que indican la posibilidad de una autoconstrucción movimentista y autónoma de los aparatos políticos tradicionales (Holloway, 2011).
Estos movimientos sociales tienden a fundamentarse en la acción de carácter colectivo, por medio de las cuales se fomenta la identidad y la autoconciencia de pertenencia grupal. Al respecto, cabe observar que dichos movimientos obedecen a coyunturas históricas específicas y no a lo que antiguamente se podía caracterizar como expresiones de lucha de clases, dado que las demandas sustentadas poseen un carácter de transversalidad social, lo que en ningún caso resta la riqueza política que poseen.
Lo que sí es posible observar es que, al conformarse nuevas identidades y desarrollar procesos de lucha reivindicativa, los nuevos movimientos sociales comienzan a tensionar los elementos subjetivos que sustentan el orden vigente, ya que contrastan valores, principios y formas de socialización. Esta situación trastoca la manera tradicional del accionar político, pues las formas organizativas que surgen son más bien de carácter horizontal, con una base ampliamente participativa, lo que desata el sentimiento de comunidad vinculado con el ejercicio de la democracia directa expresada en la voluntad de la asamblea.
Por otra parte, estos movimientos sociales se gestan a partir de una situación de excentricidad y marginalidad respecto de los grandes centros de decisiones, por lo que esas circunstancias coadyuvan al fortalecimiento de la instancia grupal y del autorreconocimiento de sus miembros, los que participan en instancias colectivas.
Las características del movimiento estudiantil de 2006 provocaron un verdadero remezón en los analistas políticos chilenos, pues las acciones emprendidas inicialmente por unos pocos grupos de estudiantes de Enseñanza Media, conocidos popularmente como pingüinos, lograron prontamente un impacto de carácter nacional. Gradualmente, se integraron estudiantes de establecimientos de otras comunas, provincias y regiones, generándose un gran movimiento que llegó a contar con cerca de 700.000 estudiantes movilizados, lo que concitó las simpatías del conjunto de la sociedad. Finalmente, ante esta situación inédita en la etapa posdictadura, la esfera gubernamental decidió establecer algunas medidas para satisfacer las demandas económicas de los estudiantes sin alterar el funcionamiento del mercado de la educación vigente.
Así, el Estado obstaculizó el desarrollo de la nueva ciudadanía al cooptar la participación estudiantil a través del establecimiento de una supuesta comisión transversal que se dedicaría al estudio de las demandas, rompiendo el ejercicio directo de la democracia a través de la delegación de autoridad en una supuesta representación de intereses.
Lo interesante de este movimiento estudiantil es que permitió abrir el debate acerca de la carencia que hay en la sociedad chilena de ejercicio de ciudadanía y, a su vez, la particular descomposición de la participación social en torno a problemas vitales de la población, tales como el acceso a un sistema de salud de calidad, la administración de los fondos provisionales y, en general, el costo que ha originado en las personas la privatización de servicios estatales. Esta situación fue retomada nuevamente el año 2011, aunque en esta oportunidad el detonante de la movilización social fue el descontento de los estudiantes universitarios.
El movimiento estudiantil de 2011, cuyas demandas derivaron en el lema Educación pública, gratuita y de calidad para todos, generó gran impacto en la realidad política y social chilena, a tal punto que varios de los dirigentes universitarios, dos años después, se postularon como candidatos a diputados, siendo la mayoría electos, formando parte integral hasta hoy de la denominada clase política. Este movimiento social, que tuvo como actor principal a los estudiantes, tenía como antecedente la movilización de estudiantes secundarios en el Mochilazo de 2001, cuando se demandó transporte público a precio rebajado, y la Revolución Pingüina de 2006, cuando estudiantes secundarios se manifestaron por la deficiente infraestructura que soportaba la educación obligatoria, a lo que se sumaron peticiones de mejoras en la alimentación, gratuidad de la Prueba de Selección Universitaria y del transporte público y mejoramiento del sistema de becas (Unicef, 2014).
Lo que evidencia este tipo de movimientos es la canalización de un descontento que gradualmente se transforma en petición aspiracional hasta cristalizarse en una demanda, bajo la forma de slogan, que no tiene elementos propositivos de implementación. Esta demanda es instalada en el dominio del ámbito público y transferida al mundo político; una vez asumida por este último, el movimiento tiende a diluirse en la plena satisfacción de haber conseguido fortalecer a una ciudadanía que fue empoderada por la cobertura mediática sobre las acciones de movilización empleadas.
Rompiendo con el antiguo esquema de análisis que identificaba a los movimientos sociales del siglo XX con las luchas de agrupaciones sindicales y políticas, conducidos fundamentalmente por partidos organizados y con presencia en la base social, desde la década de 1990 los movimientos sociales tienden a prescindir de este componente, constituyendo una expresión transversal de masas que, al no ver canalizadas sus inquietudes hacia el Estado por los agentes intermedios, se potencian a través de la movilización y cobertura mediática (Wallerstein, 2008).
Considerando lo anterior, se puede afirmar que los nuevos movimientos sociales conforman grupos heterogéneos, contemplando diferentes actores organizados con estructuras y dinámicas propias, y que sobre la base de un propósito común se integran de manera socializada y en red para funcionar como un grupo homogéneo en la consecución de sus metas; es decir, para construir de manera virtual un sujeto que aspira a la construcción futura por medio de la tensión presente. Por consiguiente, los movimientos no pueden ser asimilados a una mera estructura organizativa, pues si bien incluyen estas formas asociativas, no se constituyen como los elementos basales y definitorios de su existencia.
Desde comienzos del presente siglo, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), amparada principalmente en los planteamientos de Robert Putnam, viene sosteniendo que el capital social sería el mecanismo que media entre la experiencia cotidiana de la gente, el desarrollo económico y el fortalecimiento de la institucionalidad democrática. Así, los nuevos movimientos sociales promueven e incrementan el capital social, entendido como la capacidad de colaboración y trabajo conjunto, a través de la acción colectiva sostenida, interviniendo en esto la confianza mutua de los actores, las normas de funcionamiento que se otorgan y las redes sociales que comienzan a operar en el movimiento, permitiendo socializar valores que gradualmente promueven nuevas prácticas sociales.
Hay quienes sostienen que el capital social, en tanto recurso personal desarrollado por medio de las relaciones sociales, se encuentra desigualmente distribuido en la sociedad. Por lo general, para medir el capital social se utilizan frecuentemente indicadores de asociatividad que establecen número de organizaciones, tipo de pertenencia, estructura y composición de los grupos participantes. Además, se consideran las relaciones de confianza social, la percepción de reciprocidad y el compromiso cívico de los sujetos e instituciones.
Para potenciar este capital, se hace preciso, entonces, mejorar la calidad de la educación, pues esta forma de socialización del conocimiento y de creación de identidad podría posibilitar un desarrollo de la capacidad ciudadana, un fortalecimiento del ejercicio democrático y, finalmente, un fortalecimiento valórico de las personas.
Sin embargo, en una sociedad segmentada como la chilena, la educación también actúa como un instrumento segmentador y segregador, pues desvirtúa la capacidad de los individuos para funcionar plenamente en la sociedad, incluso en algunos casos resta la capacidad laboral creativa que permitiría una ampliación del horizonte de bienestar social.
Es así como, al igual que en épocas anteriores, nuevamente apreciamos la constante de la visión ideológica como obstaculizadora del desarrollo social, pues actualmente nos encontramos condicionados por una visión paradigmática que indica que cualquier objetivo social debe estar circunscrito y subordinado al sistema económico imperante. En este contexto de acción, no existe otra probabilidad de acción de parte de la estructura estatal más que atraer y cooptar a los movimientos sociales a través de organizaciones que sustentan una ciudadanía ficcional que actúa por medio de la utilización de una retórica vacua.
Si bien las estadísticas oficiales sustentan que los sectores de menores ingresos poseen escaso capital social, la emergencia de nuevos movimientos sociales demuestra que lazos de cooperación, de confianza, de reciprocidad y de desarrollo cívico pueden desarrollarse desde la base, considerando mecanismos informales y de carácter personal que conllevan la formación de redes sociales.
Cabría entonces formular la pregunta: ¿cómo es posible actualmente producir capital social? Una posible respuesta sería fortalecer el imaginario colectivo y generar un referente representacional que fortalezca la idea del “nosotros” (Lechner, 2002). Sobre la base de este entendimiento es que resulta de suma importancia reexaminar las experiencias históricas de los movimientos sociales para poder aprehender conceptualmente, desde la experiencia concreta, las manifestaciones de poder que contienen dichos movimientos.
2. COMENTARIOS FINALES
El desarrollo de la experiencia de la construcción e interpretación conceptual del Poder Popular en Chile en los primeros años de la década de 1970, permite aproximarnos a las formas asociativas que los actores sociales fueron forjando, no solo como una respuesta ante una necesidad urgente y reivindicativa que repercutía en el Estado, sino más bien como forma de ejercicio directo de la democracia por medio del cual, y a manera de autogestión, fue posible desarrollar tipos de organización y de discursos que colocaron en tela de juicio la teoría revolucionaria oficial del momento, en un contexto donde el ícono del poder estaba centrado en el Estado.
Por otra parte, esta experiencia también indica que muchas veces el concepto de poder está asociado principalmente a la posibilidad de acceder al ejercicio de la administración del Estado, por lo que la visión superestructuralista promueve la enajenación de la capacidad creativa popular y adopta la forma de una cesión de autoridad y configuración jerárquica de la sociedad que actúa por relaciones de subordinación.
Actualmente, y producto de la implementación del modelo neoliberal en Chile y la prevalencia del mercado como mecanismo asignador de recursos y distribuidor de riquezas, se desdibujan los canales de transmisión de las demandas sociales al diluirse el tema del poder. En este contexto, los partidos políticos ya no son los agentes intermedios que permiten concretar la ciudadanía debilitada de la población.
En consecuencia, los actuales movimientos sociales en Chile constituyen reflejos de una necesidad de construcción ciudadana democrática de base, lo que ha sido obstaculizado por los grupos detentores del poder que, influyendo sobre las estructuras formales del Estado, alienan a la población de manera afásica por medio de la sobreutilización metonímica del lenguaje. Así, es posible entender la verdadera aversión que existe en círculos ideológicos del Estado a la imagen y conceptualización de la experiencia del Poder Popular, por lo que se prefiere hacer una apuesta transfigurada del término democracia participativa en un contexto en donde reinan los intereses transnacionales y los poderes fácticos.
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